La mamila de frijoles

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional

Sí, fui de los niños que tomó mamila hasta pasados los 5 años. El problema llegó al momento de ir al Jardín de Niños Tohui, el único preescolar de la Capital del Mundo nombrado así en honor a la primera panda nacida en cautiverio fuera de su hábitat natural.

Cuando me enteré de que no podría llevar la mamila de leche dentro de la lonchera roja de aluminio con Goofy

grabado en la tapa, hice lo imposible por buscar la manera de ocultarla envolviéndola en una servilleta, en la

chamarra, pero fue imposible. Mi mamá vigilaba que la mamila matutina fuera engullida hasta el último sorbo y puesta nuevamente en sus manos.

El primer día de kínder estuvo cargado de grandes tristezas: me separaba por primera vez de las faldas de mi mamá, y debía esperar 4 horas para volver a tomar la mamila y saborear las cuatro cucharadas de leche nido mezcladas con agua.

Pronto, mi mamá empezó a darse por vencida, la teoría de que “el niño va a dejar la mamila sin volverse dientón” ya estaba caducando, así que implementó una táctica sumamente severa.

Recuerdo a la perfección la primera vez: me encontraba ya recostado esperando mi última mamila del día, en cualquier momento aparecería mi mamá para darme un beso y dejarme solo mientras la disfrutaba y dormitaba.

Ese día la mamila se presentó con chocolate, me pareció una idea interesante, y en el momento en que daba el primer sorbo, mi mamá dijo: de ahora en adelante, te vas a tomar primero una mamila de caldo de frijoles y después de que la hayas terminado te daré una de leche; pensé, esto será pan comido, pero en el último sorbo sentí cómo se me inflamaba el estómago saciando de sobremanera cualquier antojo de leche.

La teoría de la tía metiche había surtido efecto: “Mira, Águeda, hazle así, dale una mamila de frijoles antes y verás que se llena y no querrá leche jamás, así dejará la mamila poco a poco”. Dejé la mamila al tercer día.

La ‘Ley de la Mamila de Frijoles’ fue eficaz y me sensibilizó para lo que venía más adelante: cenar frijoles todos los días: “Es lo que hay, te los comes todos, tantos niños pobres que hay en el mundo y no tienen casa ni papás, menos un plato de frijoles caldudos (calduuuuuudooooooooos) para cenar; está bien, por las buenas uno casi siempre aprende, y así fue, encontré la manera de cenar frijoles y darles un “twist” cada noche: acompañados de tomate con sal, chiltepines, queso, tortillas remojadas en ellos, pan con mantequilla, con el sobrante de la comida de mediodía; y así se cultivó mi interés por cenar frijoles sin queja de por medio.

La cúspide de los problemas frijoleros llegó de sorpresa, un día al salir de la escuela entré corriendo a la cocina ilusionado por un aroma a carne con verduras, mi corazón se hizo añicos, mi mamá había descubierto que también podía incluir frijoles en la comida: “frijoles charros”, aaaah pero no se trataba de los frijoles charros que usted y yo conocemos, se trataba de unos que no tenían ni tocino ni chorizo ni salchicha, eran frijoles con verdura y un toque de nostalgia: mira mijito, son igualitos que los que hace tu Nana Veva.

Mi nana Veva era una cocinera que ponía harto condimentos a la comida, lo cual siempre me pareció muy sabroso, así que apelando al recuerdo, me sampé el primer plato de frijoles charros de mi vida.

De esa manera pasé del caldo a los frijoles charros sin chistar, mi mamá siempre encontraba una forma pacífica de que comiéramos y disfrutáramos lo que había, con la seguridad de que así lo haríamos, si no, la otra alternativa se encontraba siempre visible, colgando: El cinto.

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel