Los hielitos de la Águeda de Nacho

El autor es Licenciado en Periodismo, Chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

El último plato limpio había caído sobre el escurridor, la cocina de azulejos amarillos ya estaba impecable después de una cena con hartos frijoles caldudos y tortillas untadas con mantequilla.

Pero aún no era hora de cerrar el changarro, la cocina de Águeda trabajaba como si fuera restaurante, aunque sólo alimentaba cuatro bocas, eso sí, de apetitos feroces.

El reloj marcaba las 10 de la noche, y antes de rezar el rosario había una actividad pendiente, la misma de todos los lunes, miércoles y viernes.

Del estante más alto de la cocina bajaba un sartén hondo de casi 7 litros, vertía agua, fécula de maíz (mejor conocida como maicena), un buen de azúcar y tres sobrecitos de Kool Aid sabor fresa, disolvía todo y lo llevaba a fuego, después de varios hervores a rezar el rosario, al terminar los 5 misterios gozosos y varias decenas de letanías, el merjurge ya estaba frío, listo para verterlo en pequeñas bolsitas de plástico; llenaba un tercio de ellas, las amarraba y dis- ponía en un apartado del pequeño congelador; ahora sí, a dormir.

En la alambrera de la entrada principal había un letrero que yo había hecho con toda la creatividad que me permitían mis 7 años: “Hielitos de fresa a 3 pesos” y a un lado, un hielito dibujado con crayones de cera.

Era el negocio de mi mamá “La Águeda de Nacho”.

Durante muchos años, los hielitos favoritos de la capital del mundo los preparó “La Cuca de Rafai Silva”, nadie le ganaba, después de fallecida, “La Grosera” (prima hermana de mi mamá) le compartió un secreto que revolucionaría la industria de los hielitos en San Pedro de la Cueva: “hacerlos de agua, preparados como atole, y así parecieran de crema, de esa forma no quedaban tiesos ni duros”.

Mi madre tomó la iniciativa y empezó a prepararlos para vender.

El negocio tenía un segundo punto de distribución: por la noches se ofrecían a los jóvenes que jugaban volibol en las canchas del pueblo; un servidor era el vendedor.

A las 7 de la tarde salía con una pequeña hielera roja en mano, repleta de hielitos de fresa, en la bolsa del short un puñado de monedas para dar feria a los compradores.

Era una actividad que me costaba bastante trabajo, me daba vergüenza aproximarme y ofrecer un producto, sentía que era molesto y podrían enfadarse conmigo, además, era un niño introvertido, un “nerdito”, un ratón de biblioteca.

Así que, para no pasar tanto tiempo en la venta, un día descubrí que el equipo perdedor le pagaba las sodas al ganador, me acerqué con la organizadora de las “retas de voli” y le ofrecí que en lugar de sodas compraran hielitos, y así fue.

Lo importante en ese negocio es que los perdedores también terminaban sudoro- sos y sedientos, por lo cual, la venta era al doble.

Muchos años después, descubrí que la venta de hielitos tenía dos propósitos, el más importante era inculcarme el valor del dinero, despertar mi interés por darle solución a una actividad que me causaba conflicto.

Quizá, en eso radica la solución a muchos problemas de comportamiento de niños y adolescentes, quizá esa es la clave: enseñarles a ganarse las cosas, a conocer y apreciar el valor de lo que necesitamos para vivir.

El autor es Licenciado en Periodismo, Chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.