La soledad del Palacio

"La soledad del Palacio", escribe Salvador García Soto en #SerpientesyEscaleras.

“No aspiro a ser jefe máximo ni a ser líder moral ni caudillo; ni mucho menos cacique. A finales de septiembre (próximo) me jubilo y cierro mi ciclo”, dijo el Presidente en su conferencia mañanera del pasado jueves 14 de marzo. Nadie sabe a ciencia cierta si lo que ofrece de jubilarse e irse a “La Chingada”, su rancho en Palenque, significará realmente el fin de su influencia y del liderazgo que ejerce en su movimiento y su partido político, menos aún hay certeza de si realmente no intervendrá en los asuntos de un posible gobierno de su candidata Claudia Sheinbaum; pero lo que sí es ya un hecho es que su ciclo ha empezado a cerrarse y a seis meses de que concluya su mandato, a López Obrador se le ve cada vez más solo, enojado e irritable, mientras su aspecto físico acusa inevitablemente el desgaste del poder.

Los nuevos amigos que hizo desde el poder de la Presidencia, empresarios, políticos y otros personajes lo han ido traicionando y conforme se acerca el ocaso del sexenio se le han ido alejando. Sus viejos amigos, que lo acompañaron muchos años en su lucha y que eran de su total confianza, se le han ido alejando, acusando que el Presidente los utilizó, los engañó o de plano los desechó cuando ya no le sirvieron o cuando disintieron de su estilo personal de gobernar y su candidata, la que aún le es del todo leal y lo visita con frecuencia para consultarle cada posición, cada decisión y cada paso en su campaña, se verá cada vez más presionada a tomar cierta distancia porque necesitará liberarse si quiere no sólo ganar la Presidencia, sino poder ejercer el poder con su propio estilo, si es que gana las próximas elecciones.

Por eso los que están cerca del Presidente y los que lo visitan en su despacho, comentan que, cada vez, conforme se acerca el fin del sexenio, hay menos nombres y solicitudes de audiencia en la agenda del Presidente. Y a diferencia de los primeros años, donde no era fácil verlo o hablar con él, ahora, si bien tampoco sigue siendo fácil conseguir audiencia, a quienes llegan a verlo en su despacho, Andrés Manuel los recibe con mucha más calma y, como si desconfiara de lo que se puede escuchar en su oficina, les invita a salir a caminar por los pasillos del Palacio, donde se suelta platicando y contándoles anécdotas e historias como quien sabe que el fin está cada vez más cerca.

Y es que, si bien los presidentes mexicanos llegan a acumular tanto poder en sus años de mandato y tantas adulaciones y atenciones de todo el mundo, que los llegan a tratar como si fueran dioses o “tlatoanis”, el mismo sistema político que los encumbra, los endiosa y los vuelve omnipotentes, está diseñado para que, conforme se agote su sexenio, se acabe también esa adoración y veneración que les obnubila y los desconecta de la realidad. El antirreeleccionismo que inspiró el modelo presidencialista mexicano propicia que después de sentir las glorias del poder durante poco más de cinco años, en sus últimos meses, todos los presidentes también sientan como ese poder se les diluye y se les aleja, pasando de las presencias constantes a la oscura soledad del Palacio.

Por eso hoy, en el último semestre que le queda en el cargo, Andrés Manuel López Obrador ya no es el mismo que recibió la banda hace un año y cuatro meses. Como todos sus antecesores en esta etapa de su presidencia, no sólo refleja el cansancio y el desgaste físico, también muestra los signos del gobernante que resiente en su ánimo y en su talante el principio del fin, y que lo mismo se pelea con sus fantasmas, que empieza inevitablemente a realizar el balance interno y personal de su presidencia.

Y más allá de la propaganda de sus “otros datos”, de su “todo es tá muy bien y la gente está feliz, feliz”, y de su permanente e ilegal campaña para favorecer a su partido y denostar y atacar a sus opositores, está la realidad de un país que junto con las enormes oportunidades que hoy se le presentan con la relocalización de los mercados, también enfrenta serios retos de ingobernabilidad, seguridad y corrupción. Porque detrás de los pleitos y batallas diarias con empresarios, con el Poder Judicial, con periodistas, directivos de medios, activistas, gobiernos extranjeros o cualquier otro sector de los que agrupa y ataca en sus teorías de conspiración conservadora y hasta golpismo, López Obrador sabe muy bien que el gobierno que termina y el país que está dejando, no se parece en nada al México que soñó y ofreció cuando ganó la Presidencia.

La corrupción generalizada en su gobierno y su familia, la inseguridad, violencia e impunidad del narcotráfico, un sistema de salud destrozado y cada vez más lejos de Dinamarca y un agujero histórico en las finanzas públicas que le heredará a quien lo suceda, sumado a su desordenado y discrecional manejo de los recursos públicos y a sus obras faraónicas que aún inauguradas no se sabe si funcionarán y tendrán viabilidad, son ya parte innegable de la herencia que nos dejará el solitario inquilino del Palacio.

El país no se transformó en nada estos seis años, ni resolvió o al menos comenzó a resolver ninguno de sus problemas estructurales. El que sí se transformó fue López Obrador, que pasó de ser un líder social que infundía esperanza, a trastocarse en un hombre autoritario, un gobernante que añoraba el pasado y renunciaba al futuro, un líder que tuvo en sus manos la confianza de 30 millones de mexicanos y la dilapidó a fuerza de yerros, caprichos y decisiones antidemocráticas y regresivas, junto con una retahíla diaria, constante y permanente de mensajes de odio, ataques y diatribas desde la tribuna presidencial. Por eso empezó con tanto apoyo de los mexicanos y por eso mismo terminará, igual que la mayoría de sus antecesores, en la más absoluta soledad, aunque antes tendrá que pasar por el juicio de los mexicanos que emitirán su voto el próximo 2 de junio… Los dados cierran semana con Escalera Doble. Buen y tranquilo fin de semana y puente para los amables lectores.