Mi Nana Ramona

El autor es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Maestro en Tecnología Educativa.

El pájaro chanate tenía varios días posando con su negrura frente a la ventana del cuarto de mi Nana Ramona, ante la insistencia de oscura visita le dijo: “maldito si vienes por mí, pues a otro lado porque aún me quedan algunas batallas por librar”.

Mi Nana convalecía de las secuelas de una embolia que la puso al borde de la muerte y un “tate quieto” que la alejó de la cocina que era su mundo. Doña Ramona libró la más dura de las batallas que la vida le puso en el camino, y al entrar a su casa le dijo a mi tío Lopito: “si creían que se habían librado de mí, pues se equivocaron, porque esta Ramona se levantará para poner orden en esta casa”, mi tío Lopito con su estilo ocurrente dijo: “el orden ya lo puso una dama que metí”, ni pa eso tienes gracia, expresó mi nana.

Después de seguir las instrucciones de los médicos, mi nana se levantó para retomar el control de la cocina y volvió a ser Doña Ramona de siempre, activa y luchona. A las cinco de la mañana Ra-mona Espinoza López estaba en la cocina arreglada, maquillada y con mandil limpio para iniciar la faena del día, mientras la calentadera anunciaba el primer café al son de la música de Chayito Valdez que transmitía Radio Cañón, estación de ciudad Juárez.

Mi nana del hogar hizo su mundo y su modo de subsistencia: vendió dulces, sodas, cascarones de huevos pintados pal carnaval, cigarros, palomitas, raspados y siempre tuvo abonados de buen diente y comensales muy chiquiones empezando por el tío Lopito.

En la casa de mi nana siempre estaba abierta la puerta, todo el mundo entraba y salía a comprar algo y la visitas de amistades no fallaban: Elena Amador muy in-formada del acontecer de Cachanía; la belleza y finura de Elisa Cervantes; Chicho Marro con su típica gorra boleriana; Guichito Romero con sus amor platónico la cantante “Prieta Linda; el “Grillo” Aguilar con su imponente silencio en la mesa del comedor y la entrada y salidera de plebes.

A pesar de que su mundo era la cocina y el hogar, mi nana jamás descuidó su apariencia física, siempre peinada, bien vestida y maquillada que la hacía ser la abuela más bonita de la Península de Baja California. Después de servir la comida, lavar platos y escuchar la novela de Porfi rio Cadena el “ojo de vidrio”, mi nana hacía un descanso y regresaba a las cuatro de la tarde a la cocina con ajuar nuevo, mandil limpio, peinada, maquillada y con un olor a talco Maja que religiosamente mi madre le regalaba las navidades.

La calentadera por enésima ocasión volvió a chiflar para el café de la tarde, mientras mi nana preparaba la machaca de pescado para la cena de sus abonados que eran puntuales en aquel comedor que lucía radiante mantel floreado y al centro una azucarera y un frasquito de café soluble.

El último comensal en abandonar la mesa era Elías López, mi tío tenía la costumbre de esculcar la comida para encontrarle un pero, situación que a Doña Ramona le molestaba demasiado, y esa tarde enojada dijo: “ya verás que cuando te juntes con una de esas lagartonas y convenencieras hasta piedras vas a comer, ya verás “.En ese momento en que mi nana estaba enojada, entró el niño Arturo Villavicencio, “ El Perraza”, gritando y botando una balón de basket y pidió una soda, Ramona de mal humor dijo: “ah, canijo a ti te estaba esperando, ya vi que le compraste raspados a Clara de Lorenzo, seguramente te lo fío”.

Mi nana fue celosa con aquella clientela que le era infiel; le dolía más la ausencia de la gente que la pérdida de los compradores, porque el negocio más que un sustento de vida era su mundo, mundo que dejó aquel 7 de Julio de 1985, fecha que Santa Rosalía festejaba sus 100 años. El día del Centenario de Cachanía, mientras el pueblo se alistaba para el bailongo, Doña Ramona Espinoza López emprendía el viaje a la vida eterna y en la casa de madera dejó de escucharse el chiflido de la calentadera.