La caja huevera
El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional.
¡No vas a regresar hasta noviembre, tienes que imponerte! No quiero que estés viniendo cada fin de semana al pueblo-. Era junio de 1997, la carretera gris con su eterna línea amarilla, enmarcada con ramas pálidas y múltiples árboles grisáceos que hacían una valla a la melancolía y la tristeza, no sólo mía, sino de muchos que viajábamos en el camión rojo repleto de maletas y cajas de cartón atadas con piolas, cada una con el nombre del propietario escrito a mano.
Recién amanecía, era domingo, el sol salía con tristeza a pesar del rico desayuno que servía mi mamá. El reloj cruel y despiadado marcaba las horas rápidamente hacia las tres de la tarde, tiempo en que el camión de Alfredo Palacios bajaba la pendiente hacia el centro del pueblo, eran los últimos minutos antes de regresar a Hermosillo, ya que mi ascenso al autobús era cuando daba la vuelta y regresaba subiendo la cuesta para salir de la Capital del Mundo.
En el camión iban Héctor, Ernesto, Inés, compañeros de la secundaria que también habían dejado el pueblo para estudiar la preparatoria en la capital, a pesar de nuestra gran amistad y los muchos años de haber sido compañeros en el pueblo, guardábamos un silencio sepulcral propio de la tristeza, de varias lágrimas atrapadas en la garganta y las muchas ganas de no haber subido a ese transporte; veíamos el pueblo perderse entre los cerros, abajo, en lo profundo de la sierra; mientras nosotros subíamos cuesta arriba para alcanzar nuestro sueño: estudiar la preparatoria.
Llegábamos a la central camionera, bajábamos cada uno su maleta y su caja de cartón, nos despedíamos y tomábamos el camión que nos llevaría a la casa de asistencia; con la mano arriba
marcaba la parada a uno de la ruta “Circuito Norte” y subía, me iba hasta el final del pasillo, tomaba asiento, ponía la maleta sobre mis piernas y la caja a mis pies. Nunca faltaba la señora curiosa – Qué bien huele esa caja, ¿de qué pueblo vienes? - de nueva cuenta se agolpaban las lágrimas en mi garganta y antes de contestarle pensaba en cuándo regresaría nuevamente.
Ya en el centro, tomaba la “Ruta 8” y después de 40 minutos estaba en mi segunda casa, la que me había adoptado. Con tristeza y alegría, con sentimientos encontrados abría la caja de cartón para descubrir múltiples paquetes y envases cuyo contenido era descrito con la letra cursiva de mi mamá: carne con papas, tortillas de manteca, bizcochuelos para Yesenia (Yesenia era quien me daba no solamente hogar sino también el amor y cariño de una hermana), continuaba sacando los envases de frijoles guisados, barbacoa, frijoles del Día del Niño (que eran diferentes a los anteriores), estos tenían mayor cantidad de grasa, queso y a veces hasta chorizo, y en el fondo, una bolsita de plástico, de esas que dan en las fiestas, con globos y payasos grabados.
En su interior, después de atravesar el doble nudo de mi mamá, descubría cientos de monedas de 2 y 1 peso, eran las que mi mamá había juntado en la venta de la cooperativa escolar para que
no batallara buscando “feria” para subirme al camión.
Quienes salimos de nuestros pueblos para estudiar, somos portadores permanentes de un sentimiento de profunda nostalgia en nuestro corazón, por más que pasen los años, seguiremos sintiendo el mismo nivel de tristeza cada vez que tomamos el camino de regreso a la ciudad, el que nos aleja de nuestro terruño, de nuestros orígenes, de nuestros padres; eso sí, siempre con una caja huevera llena de comida hecha por mamá.
El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.
@chefjuanangel