El monaguillo Domecq

El autor es Licenciado  en Periodismo y chef profesional

“¡Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la Casa del Señor!” ¡Híjole!, pensé, no rellené la vinajera; me asomé desde la sacristía por la puerta que conectaba al templo y alcancé a ver sobre la  credencia (mesita contigua al altar), que para mi suerte, estaba a la mitad de vino; descansé y retiré con el pulgar una gota de sudor que recorría mi frente; detrás de mí estaba el padre Humberto, listo para entrar en procesión y dar inicio a la misa de jueves, celebración previa a la Hora Santa.

A un costado de la sacristía, en el lado opuesto al templo, había un misterioso pasillo cerrado con alambre de gallinero, el cual podíamos mover sólo para sacar la escoba, recogedor o manguera

cuando se limpiaba el jardín parroquial que estaba justo al frente; en medio, un gran árbol de limas y detrás un inmenso ventanal que cubría de extremo a extremo el este de la casa cural.

Con el agua de esa vieja manguera verde llenábamos una vinajera, mientras que la segunda contenía el vino de consagrar cuidado celosamente por Teresita, una mujer dedicada en cuerpo y alma a la administración de los objetos litúrgicos, que lo ponía bajo llave junto a los copones y velos de seda blanca usados para cubrir los primeros.

Pasados los años, llamé al mismo sacerdote para celebrar las Bodas de Plata de mis papás. Llegó de un pueblo contiguo al que había sido asignado años atrás.

Minutos antes de iniciar la misa, entré a la sacristía para saludarlo; después de intercambiar palabras me dijo, con su voz tenue y calmada, como si cuidara cada sílaba: “Tengo que decirte algo Juan Ángel”.

El ritmo ceremonioso de su enunciado detuvo el tiempo a mi alrededor y enseguida expresó  pícaro y contundente: “¿Pensabas que nunca me había dado cuenta que te bebías el vino de consagrar y terminabas de llenar las vinajeras con agua para hacerlo rendir?” En ese momento sólo pensé: cómo fui tan tonto para sacar la manguera que estaba frente a la gran ventana de la casa cural y terminar de llenar ahí mismo la vinajera que contenía sólo una cuarta parte de vino; sonreí y me fui a formar en la fila del cortejo para iniciar la celebración.

Al haber cumplido 2 años de monaguillo, se me fueron otorgadas algunas confianzas, las más importante: una llave, la del mueble que resguardaba las botellas de vino de consagrar “Pedro Domecq”, así que, habiéndome transformado en el líder de la manada acólita negocié un intercambio justo, les permitía a los demás monaguillos tomar hostias (sin consagrar) para que hicieran sándwiches con Duvalín, mientras yo podía beber pequeños-grandes sorbos de aquel líquido que me parecía tan espléndido y extraordinario, tanto que activaba todas mis papilas gustativas a la vez, eso, sumado a la pécora acción, lo convertía en un delito gozoso, celestial.

De esa manera, gracias a mi fe, descubrí a los 10 años, uno de los placeres más grandes que me ha acompañado por más de tres décadas: el vino.

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel