El orden del paraíso

La renuncia de Germán Martínez al Seguro Social reveló las entrañas de la Cuarta Transformación y más:

1) Si alguien se atraviesa en los proyectos personales y prioritarios del presidente Andrés Manuel López Obrador, se convierte en desechable.

2) Los verdugos de la Secretaría de Hacienda son intocables; el secretario, Carlos Urzúa, tiene clara la encomienda que los recursos que necesite el presidente, tienen que salir de donde sea, a costa de lo que sea.

3) Ninguna disposición legal lo va a frenar; si un funcionario como Martínez considera que podría violarse la ley, se le expulsa, porque vendrá otro, como el soldado que ocupaba la Subsecretaría de Gobernación, Zoé Robledo, que lo sustituirá sin importar su desconocimiento técnico o financiero.

Lealtad, es el factor clave para entrar en el alma de López Obrador.

Las secuelas de la renuncia de Martínez son el cianotipo del estilo de gobernar de López Obrador.

La descalificación personal del ex director del Seguro Social, la sugerencia de que obedeció a intereses aviesos, el aislamiento gubernamental.

La maquinaria funciona.

El modelo también.

El poder vertical es un diseño que requiere obediencia, y con incondicionales dispuestos a hacer todo los necesario, suicidarse incluso, para cumplir los programas, deseos y ocurrencias del presidente.

No es algo nuevo en López Obrador.

El presidente tiene clonado el modelo de operación del Palacio del Ayuntamiento, que trasladó a Palacio Nacional.

Favor y gracia a los suyos.

Y quienes abandonan el rebaño se vuelven desechables.

Una síntesis apretada del estilo es empezar a trabajar alrededor de las 5:45 de la mañana, presidir la junta con el gabinete de seguridad convertidas muchas veces en reuniones tumultuarias, donde acuden secretarios y secretarias por ser la única oportunidad que tienen para plantearle algo, desayuna, revisa temas electorales, toma su siesta de 45 minutos, y de manera mucho menos frecuente que antaño, se va a macanear un poco al estadio de beisbol de Ciudad Universitaria.

Como lo hacía antes, delega de manera selectiva los asuntos de Estado.

En Julio Scherer, consejero jurídico de la Presidencia y secretario de Gobernación de facto, recaen los temas políticos del presidente, a excepción de los legislativos, que encarga a Ricardo Monreal, coordinador de Morena en el Senado. 

Al gabinete de seguridad le da toda su confianza, aunque al secretario de la Defensa, el general Luis Cresencio Sandoval, le carga cada vez más un mayor número de responsabilidades, algunas tan estrambóticas como prepararse a ocupar áreas en el SAT.

Los temas electorales, su verdadera prioridad, los ve con Gabriel García Hernández, coordinador de los superdelegados.

En un siguiente nivel, opera con los segundos de a bordo.

En Gobernación, utilizaba más, hasta ayer, Robledo, por encima de la secretaria Olga Sánchez Cordero.

En Educación, la persona de confianza es el subsecretario Luciano Concheiro, relegando al secretario Esteban Moctezuma.

En Economía, la relación con los empresarios depende de Alfonso Romo, jefe de la Oficina de la Presidencia, no de la secretaria Graciela Márquez.

La manera como establece sus líneas de mando lleva a un desconcierto general.

Antes de sus conferencias mañaneras, tiene reuniones multitudinarias con el gabinete legal, ampliado, subsecretarios, directores de empresas desconcentradas e invitados.

En esas reuniones recibe los reportes de algunas de las áreas donde mostró interés en la víspera, y recibe información de su staff, aunque, como se quejan algunos funcionarios, es irrelevante el trabajo que hacen porque el presidente difunde los números que él piensa que son los correctos, en lo que comúnmente se conoce como el momento de “yo tengo otros datos”.

El estilo híper centralizado de la toma de decisiones es, a la vez, un modelo que deja muchos vacíos y cabos sueltos que tratan de impedir y atar muchos de sus colaboradores de manera coyuntural y emergente.

El propio Urzúa padeció las formas del presidente, cuando ante una pregunta de Bloomberg y Reuters en la mañanera, ofreció darles al día siguiente el plan financiero para Pemex, obligando a Hacienda a hacer un copy-paste de documentos previamente trabajados, que provocó decepción y preocupación en los mercados internacionales.

El presidente, cuyo ejercicio de mando es inflexible, también aplica una rigidez en el proceso, que ocasiona por un lado, que sus colaboradores no lo apoyen en las tareas de gobierno, sino que estén a la deriva -porque son marginados-, en espera de qué instrucción les da en las mañaneras.

También, por la forma como aplasta a sus colaboradores en las reuniones de madrugada en Palacio Nacional, ha optado por callar y no dar su opinión, porque si discrepa de la de él, serán cuestionados, maltratados y alejados del núcleo de poder.

El silencio del equipo impide que le llegue información oportuna sobre lo que sucede en el para bellum de la Cuarta Transformación, donde para alcanzar su paz presupuestal, se preparan para la guerra contra Hacienda, los enemigos de todos.

Esto es lo que permite entender qué sucedió con Martínez, quien cayó derrotado.

Buscó el respaldo del presidente para reducir los recortes draconianos en su presupuesto, pero sólo encontró su espalda.

Es lo que pasa con otros miembros del gabinete a quienes López Obrador ignora.

Hay cansancio en el equipo de gobierno, pero también miedo.

Martínez rompió con el presidente, aunque no lo hizo objeto de sus críticas, porque estaba harto de lo que sucedía.

Su realidad es la de muchos.

La pregunta es cuánto más tardarán en separarse del gobierno o lucharán internamente para sobrevivir; es decir, tendrán que matar para no fracasar.

En ambos casos, lo que ha provocado López Obrador con su estilo, no es nada promisorio.

La carta de renuncia anticipa nubarrones.

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