A curarla con decencia

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

¡Toc toc! ¡Toc toc! Desde la cocina, Catalina escuchó cómo el nudillo de Gildardo golpeaba la puerta verde de fierro. Eran apenas las 10 de la mañana. "¡Aquí les mandan esto!". Una caja que contenía dos envases (de cristal), de refresco de cola, llenos de leche recién ordeñada, un queso fresco de cuatro kilos, una taza de mantequilla y un tercio de leña.

Mientras acomodaban las provisiones, a lo lejos se escuchaba “Pobre de mi caballo bayo, cuánto he llorado cuando él murió…” La radiola de la cantina de Piti había cobrado vida, enviando señales de humo a Catalina: su esposo, Ángel, había empezado la parranda y para aplacar los ánimos mandó por delante una ofrenda con su amigo Gildardo.

El reloj marcó las 8 de la noche, la cocina estaba intacta y cada quemador de la estufa había sido sumergido en agua hirviendo con potasa para evitar que acumularan cochambre con el paso de los años. En la mesa del comedor, el hule con impresiones frutales se había limpiado a la perfección "Mijita, ya me voy acostar", dijo Catalina a su hija.

“La Prietusca” sabía que debía esperar a su papá, señal de que el bochinche se había extendido. A los pocos minutos, entró Ángel directo a lavarse la manos en la jofaina ubicada en el patio, encima de una mesa de madera; y de ahí se fue directo a la cocina.

Encendió el primero de cuatro fogones y calentó los frijoles guisados con manteca. Después, tomó una sartén azul de peltre, la puso sobre el segundo quemador encendido, agregó manteca, vertió chile colorado en polvo batido con agua y una vez hervido, incorporó suficiente carne machaca más un puñado de chiltepines, para evitar la cruda al día siguiente.

Entre tambaleos y desequilibrios provocados por el bacanora, encendió los dos quemadores restantes y calentó dos tortillas grandes de harina. Se sirvió un plato de machaca con frijoles y tomó asiento. Entre bocado y bocado pasaban los minutos.

Lentamente cogía cada porción y la disfrutaba mientras “La Prietusca” apagaba los cuatro quemadores y recogía el desastre. “¡Hijo de la guayaba, al que no le guste el fuste que monte en pelo!”, repetía hasta el cansancio mientras combatía la borrachera con picante y frijoles. Una vez terminado el plato fuerte venía el postre: cacahuates tostados (con todo y cáscara) en comal de tierra, cubiertos de tizne, junto a un trozo de panocha. Por cada puñado de cacahuates, una mordida de panocha.

Una vez que mi abuelo había terminado la cena, salía de nuevo al patio, se quitaba la placa y la lavaba en la jofaina para después acostarse a dormir. Mientras mi mamá terminaba de recoger la cocina, lo escuchaba balbucear a lo lejos “Al que no le guste el fuste… monte en pelo”. ¿Cuántos curan la cruda (física y moral) de manera tan decente? Sin duda, debería ser una regla y obligación conciliar por cuenta propia el efecto de los excesos.

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel