La comida del cura

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

Uno a uno quitaba los tubos de cristal que protegían la flama generada por las 6 lámparas de petróleo. Un puño de jabón Doña Blanca hacía la espuma suficiente para limpiar el tizne y permitir nuevamente el paso de la luz a través de la delgada capa de vidrio; pero antes de regresarlos a cada quinqué, cortaba la punta de todas las mechas de algodón para generar una llama pareja, que no ahumara la casa.

Sólo había piso de cemento en la sala y comedor, por ahí pasaba el trapeador, cuya jerga se enredaba en los rincones de cemento sin pulir. El resto de la casa se regaba y barría con la vieja escoba de palma. Después, se hacía una selección de los mejores platos, los menos despostillados. Mientras, en el corral, dos tiernos pollos corrían de extremo a extremo tratando de salvar su vida; sabían del inminente sacrificio, sobre todo, por el aroma a chile verde tatemado que salía por la ventana.

“Son las 10:00 am” se escuchaba en la radio, alimentada con cuatro pilas Rayovac; las dos mujeres aceleraban el paso, ya casi llegaba el invitado especial. Sacaban el mejor vestido de percal y cepillaban su cabello para trenzarlo escrupulosamente.

Una hora más tarde, se escuchaba a lo lejos el sonido de un pick up Chevrolet color blanco que había recorrido 24 kilómetros de terracería cubierto de piedras sueltas y cuestas empinadas para llegar al lugar: Huépari, comisaría de la capital del mundo.

Se estacionaba y bajaban tres personas, eran recibidos por los muchos aromas que salían de la cocina; antes del manjar, uno de los dos monaguillos tocaba la campana para dar el segundo llamado a misa, el otro acompañaba al cura, quien entraba buscando a Catalina, la cocinera, dueña de la casa y encargada de la iglesia que estaba a pocos pasos de la vivienda.

Juntos caminaban al templo, una vez arreglado el altar enmarcado con una imagen de Virgen de Guadalupe; iniciaba la misa, la cual terminaba con una espléndida comida en la casa de Catalina, ahí, en la mesa del comedor, se acomodaba el padre Durazo, junto a sus monaguillos: Javier y Nacho; en la cocina, Catalina servía con ayuda de Águeda, su hija, pollo guisado con bastante chile verde, cebolla, ajo y papas, sazonado con orégano. Al centro de la mesa había una servilleta de tela repleta de tortillas de maíz.

- Padre, ¿gusta más?, se escuchaba desde la hornilla. El padre pedía frijoles, que le eran servidos de inmediato acompañados de un plato de cuajada.

Así, cada mes, la mesa se engalanaba con los mejores platos y potajes, salían del ropero los mejores vestidos y se preparaba el espíritu para recibir a una autoridad junto a sus dos acólitos, uno de ellos era mi papá, Nacho; y esa era la razón que le impedía a mi mamá, Águeda, salir de la cocina: la vergüenza de ver a quien años más tarde sería su esposo.