El diablo existe

El autor es Publicitario miembro de ASPAC Por un México bueno, culto, rico y justo.

El Diablo existe. Está presente en nuestras vidas. A cada momento nos presenta tentaciones buscando distraernos del camino recto y luminoso hacia el Padre.

El Padre es quien creó todo lo, creado. El Diablo es alguien que busca que no reconozcamos el poder del Padre sino al suyo propio como mayor. Hacerle caso sería amar la mentira y no la verdad.

Estaremos en el Padre cuando todo nuestro ser, cuando todo acto nuestro refleje su amor y, por ende, su grandeza y su sabiduría.

Mientras menor es nuestra riqueza espiritual, mientras menos lúcida es nuestra conciencia y menos fuerte nuestra voluntad, sus tentaciones requieren de menor fuerza para convencernos. A veces

ni nos damos cuenta de ellas.

Cuando somos huecos y estamos dormidos, el Diablo requiere de muy poco esfuerzo para atraparnos. Muchas veces ni siquiera nos percatamos.

Cada vez que no levantamos un papel del suelo, pudiendo hacerlo; cada vez que no reprendemos una vileza ajena, por no empeñar nuestra imagen; cada vez que dejamos algo para mañana, cuando hoy se necesitaba; cada vez que no hacemos una tarea que de nosotros se esperaba; cada vez que escatimamos una sonrisa; cada vez que permitimos que nuestros sentidos dirijan nuestros actos; cada bocadillo de más, que nos acerca a la gula; cada mirada, aún a hurtadillas, que nos acerca a la lujuria; cada acto de soberbia; cada acto de pereza es ceder a la tentación. Cada vez que

somos pobres de voluntad dejamos de avanzar hacia el Padre, nos detenemos y nos alejamos de él.

Al Diablo le hemos facilitado su trabajo, primero, creyendo que no existe y que es sólo un invento de alguna manipulación eclesial. ¡Por eso no estamos preparados para resistirle! Segundo, le hemos facilitado las cosas con nuestra superficialidad, nuestro apego a lo material y nuestra búsqueda de reconocimiento de los humanos.

¡Buscamos lo poco! Somos necios, como un mal empleado que aprovecha la ausencia del jefe para flojonear. Somos vanos, como una mujer que, sabiendo que vienen pro ella, no se apresura en alistarse. Somos incautos; como un niño que juega a jalarle la cola a un gato sin ver el peligro. Somos ingenuos, creyendo que siempre, y en cualquier momento, será tiempo de enmendar.

Mucho bien haríamos a nosotros mismos y a los demás si interiorizáramos que existir es un tesoro que tenemos como un don y apreciándolo, lo agradeciéramos profundamente.

Mucho bien haríamos si entendiéramos que todas las personas, todo lo vivo y todo lo existente es una misma cosa, como nuestras orejas y nuestros ojos son un mismo cuerpo nuestro.

Mucho bien haríamos si cuidáramos nuestro ser y nuestro hacer para mantenernos vivos y en buen estado, mental, físico y espiritual, y contribuyéramos a mantener la misma vida en buenas condiciones, propicia para florecer y también fructificar. De esa manera estaríamos en sintonía con el espíritu del Padre, con su voluntad, con su amor.

Mucho bien haríamos si cada día nos recogiéramos para una oración al Padre; un rezo que reflejara la sorpresa –como lo hacen los niños de vernos existiendo; que incluyera el agradecimiento por todo lo que recibimos a diario y que no es fruto de nuestro esfuerzo, sino que es un don gratuito; una oración que, finalmente, incluyera una petición, en reconocimiento de nuestra limitada fuerza y poder, dependiente -¡y tanto!- de la ley mayúscula.

Mucho bien haríamos si dedicáramos una parte de nuestras horas a la soledad y el silencio, espacio íntimo que, siendo una pausa del ruido del mundo, nos permitiera escuchar la voz del Padre que nos indica el camino que nos puede llevar a Él.