‘Camelia’, no la texana

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional.

Candelario vivía donde iniciaba la cuesta que lleva a San Juan del Llano, una colonia de turistas norteamericanos que llegan cada a año a pescar en la presa “El Novillo”.

La casa de ‘Cande’ estaba rodeada por colinas repletas de choyas y varas de sangrengado, era común ver cachoras, víboras y gatos montés circulando libremente entre los arbustos mientras trazábamos carreteras en el corral para que pasaran los tonkas amarillos de lámina que usábamos para construir nuestra ciudad de juguete.

El corral era custodiado por ‘Camelia’, una perra de color blanco que a pesar de los años y muchos partos, tenía la energía necesaria para recorrer los alrededores, ahuyentar vacas y burros hambrientos que se acercaban al corral para robarse el zacate escrupulosamente amarrado en “tercios” y apilado debajo de un tejabán.

Fue la misma ‘Camelia’ quien derribó la famosa frase de mi madre: “¡En esta casa no va a haber perros!”, un enunciado que perdió poder cuando Candelario le pidió a su mamá que hablara con la mía para convencerla de adoptar un perrito de los que había parido ‘Camelia’; una vez aceptada la inclusión del nuevo miembro en la familia, iniciamos una aventura que comenzó con la “destetada” del animal.

‘Camelia’ era una perra muy celosa y aunque cada camada era de 10 o más cachorros, los custodiaba con rabia y coraje; por tal motivo, Candelario sugirió que fuéramos a extraer el perrito del cuarto donde los tenían resguardado mientras ‘Camelia’ se iba al monte como todas las tardes.

Y así fue, una vez que la vimos subir las colinas, fuimos y escogimos al de color dorado, el único macho de la camada y como si hubiese cámaras de vigilancia, ‘Camelia’ apareció llena de coraje, corrió sobre nosotros, tomamos al cachorro, quisimos entrar a la casa, se cerró la puerta y nos quedamos atrapados en el pequeño espacio que había entre ésta y la alambrera que daba al patio.

‘Camelia’ ladraba y golpeaba el alambre con sus dos patas, nosotros gritábamos pidiendo auxilio, pero nadie respondía, estábamos solos, abrazando al cachorro que lloraba y rogándole a Dios que la perra no atravesara el alambre.

Después de 2 horas apareció nuestra salvación, llegó ‘La Pancha’, mamá de Candelario, ahuyentó con una escoba a ‘Camelia’, y mientras la encerraba, salimos corriendo a mi casa para darle la bienvenida oficial a ‘Pinocho’ el primer perro de la familia.

En casa todo giraba alrededor de la comida y de la revista Selecciones de Readers Digest.

Así, papá tomó la decisión de que ‘Pinocho’ comería arroz e hígado cocido basándose en un artículo de la citada publicación.

De esta manera, se agregó una actividad más en la cocina, que incluía: apartar el hígado de las dos reses sacrificadas por semana en el pueblo, ir temprano por él para evitar que lo vendieran a otra persona, y posteriormente cortarlo en trozos, cocerlo con arroz, agua y una cabeza de ajo.

Una vez preparado el sagrado alimento canino, se enfriaba y guardaba en recipientes de plástico en el refrigerador, para de ahí servirle dos porciones diarias al ‘hijo de Gepetto’.

‘Pinocho’ trajo a nuestras vidas muchas alegrías, nuevas responsabilidades y la gran enseñanza que a los animales también se les puede demostrar amor a través de la comida.

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.