De mente abierta y lengua grande

El autor es Chef, Licenciado en Periodismo y conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

“¡Futaaa que feo apesta el salón, maestra! ¡Fue Leonel, fue Leonel, camoooorrraaaa, camorrraaaaa!”

Todos gritaban al unísono; había sonado el timbre que marcaba el fin del recreo y ya estaban de regreso en el salón de clases.

Al fondo estaba Leonel, delgado, diminuto, ojos rasgados y piel morena.

Mientras lo acusaban guardaba rápidamente un recipiente de plástico en el compartimento del mesabanco doble de madera.

-Así estaba cuando llegué, contestó; la maestra Reyna de segundo grado pidió a todos que guardaran silencio e inmediatamente les recordó que era importante bañarse temprano por la mañana y ponerse ropa limpia para ir a clases, ya que después de las carreras de recreo salían a flote las mugres acumuladas.

En ese momento ni las axilas ni los pies eran los culpables.

El dramático aroma provenía de los huevos cocidos que Elena, la mamá de Leonel, le había puesto para comer en el recreo, situación que sucedía 3 veces a la semana, mismas en las que el pobre niño comía dentro del salón para evitar las críticas y burlas de sus compañeros.

En el recipiente, Elena ponía dos huevos recién cocidos, que llegaban aún tibios al recreo, y una bolsita de sal para que los metiera en ella y le diera sabor a los blanquillos.

Leonel, además debía pelar los huevos con cuidado, para evitar que las cáscaras cayeran al piso y lo culparan del hediondo agravio.

Leonel era del popular grupo “los niños pobres pero bien alimentados”, que no recibían un solo centavo para comprar en la cooperativa escolar, mismo grupo al que su servidor pertenecía, con sus burritos de chorizo en tortilla grande de maíz, recién hecha; los cuales eran llevados por mi mamá a las 10:30 en punto, hora en que sonaba la campana del recreo, y me los pasaba por el cerco de la escuela (una de las ventajas de vivir frente a la primaria).

Pero el rey del grupo de Loncheros Anónimos AC (ni tan anónimos) era Bernabé Figueroa Saavedra, a quien también le pasaban unos burritos por el cerco, se trataba de un lonche de tortillas medianas de harina recién hechas, rellenas de frijoles guisados con manteca y un chile verde que le transfería todo su sabor a los porotos pintos, que después de hervir varios minutos se convertían en una mantequilla untable que transparentaba las tortillas de “La Aurelia”, mamá del envidiado compañero (fuimos muchos los que deseamos y nunca probamos esa delicia).

El tiempo vuela, las costumbres cambian y el mundo se adapta, de tal forma que, ahora hay sistemas de organización para los lonches del recreo, algunas escuelas asignan un día a cada papá del salón para que lleve lonche a todos los niños y así pueden ahorrarse la fatiga de 29 o más días de preparación al mes; y por su parte, los supermercados tienen variedad de fruta picada y empacada para consumo individual, paquetitos de quesos y botanas, hummus y tantas otras cosas que van bien con una botella de vino, pero el lonche de la escuela, sin duda, debe tener un ingrediente básico e intangible: el amor de mamá o papá.

El autor es Chef, Licenciado en Periodismo y conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.