Los quelites de marzo

El autor es licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

(De mente abierta y lengua grande)

¡Están tocando la puerta!

Cruz era tan prudente y penoso que apenas rozaba sus nudillos con la puerta de acero; mi mamá, que lo esperaba ansiosa, estaba al pendiente de su llegada.

Cruz era un hombre de estatura baja, moreno, con sombrero de palma y ropa de colores claros manchada de verdes intensos; con su mano derecha sostenía un costal.

Después de abrir la puerta, mamá tomaba el costal, vaciaba su contenido sobre la mesa del comedor, contaba 40 pesos y se los daba a Cruz junto al costal vacío.

En ese momento empezaba el jolgorio gastronómico, había mucho trabajo por hacer, debíamos retirar la mala hierba de aquella montaña de hojas verdes con aromas predominantemente amargos; había bledos, chinitas, verdolagas, mostaza, acelgas, espinacas y una gran variedad de ramas que abrían la puerta a la Cuaresma y sus delicias, entre ellas, los infaltables quelites.

Como buena madre, la mía se preparaba anticipadamente para que hubiera disponibles hasta terminada la Semana Santa.

Limpiaba y enjuagaba cada hoja, la sumergía en agua hirviendo y ya frías, las congelaba con todo y caldo en bolsas de plástico.

Ese día, con la llegada de los quelites arrancaba una época única del año, la época de la capirotada, los chicos con chile, la torta de huevo y tantos deleites propios de la Cuaresma.

Y para inaugurar el ciclo, mi mamá reservaba quelites frescos y los preparaba para comer el mismo día de su llegada.

Ya hervidos los licuaba, tomaba un sartén de peltre, agregaba manteca de cerdo, guisaba bastante ajo machacado, cebolla verde y cilantro, vaciaba los quelites y después, unas cucharadas de frijoles enteros.

Unos minutos de hervor que salpicaba toda la estufa y ya estaban listos.

Para acompañar, amasaba y preparaba tortillas grandes de maíz que untábamos con harta mantequilla y usábamos de cuchara para sopear los quelites bien sazonados con chitlepines secos.

Detrás de tan nostálgica escena había un disfrute en muchos sentidos: la abundancia de una hierba que impregnaba de aromas la mesa y la cocina, la emoción por el inicio de un ciclo que nos traería nuevos sabores y el placer de disfrutar un platillo que solamente comeríamos durante esa temporada del año.

Habiendo vivido y disfrutado esos placeres durante años sólo en fechas exclusivas, mis padres sesionaron y tomaron una sana y cuerda decisión, los alimentos se disfrutarían todo el año sin respeto al calendario, y ya promulgado el acuerdo, empezamos a comer capirotada en junio, pavo en agosto y quelites en diciembre.

No era justo disfrutar tantas delicias ajustándolas una vez cada 365 días, y para ello se tomaron ciertas acciones:

  1. Comprar más quelites y congelarlos para que haya disponibles todo el año.
  2. Adquirir dos pavos en Navidad y guardar el segundo para otra fecha.
  3. Hacer más capirotada en Cuaresma y congelarla en porciones para fechas posteriores.
  4. Cocer calabaza extra en octubre y congelar la pulpa para cocinarla después.
  5. Los chicos y la torta de huevo se prepararán y comen en cualquier época del año.

De tal forma que no necesitábamos decoración navideña para disfrutar un pavo, o ir al viacrucis para comer capirotada, lo cual no demeritaba el gozo de disfrutar los alimentos durante su época asignada, sin olvidar que la vida es demasiado corta para resignarnos a esperar un año y así disfrutar un platillo.

El autor es licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel