El plato más poderoso

El autor Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

Se trataba de una estufa que acumulaba más de 2 décadas, era herencia de mis abuelos y como tal, era un miembro más de nuestra familia.

Por sus quemadores habían pasado kilos y kilos de frijoles, miles de litros de atole, infinidad de tortillas de harina, y por supuesto: panes, empanadas, biscochuelos y algunos pasteles.

A la vieja estufa le sobrevivía sólo uno de los cuatro pilotos que la acompañaban fielmente desde fábrica.

Ahora, esa era la única llama encargada de alimentar todos los fogones con ayuda de un trozo de cartón de cerillos o el sobrante de algún cucurucho.

Como en todas las estufas, había un quemador que era el rey, el más usado, el que preferían comales, ollas y sartenes: el quemador frontal izquierdo donde se preparaban los potajes más deliciosos, donde se cocían los frijoles y se hacía la mejor carne con chile.

Un quemador que jamás sería digno de la calentadera de agua o de la olla para hervir leche, menos del sartén para freír duros.

El rey era merecedor de los más altos estándares de sabor y nutrición.

Ese quemador, era el catalizador del mayor acto de alquimia en la cocina, uno que sucedía periódicamente con estricta puntualidad y precisión, sin dejar de lado los momentos importantes y de obligada necesidad en la familia.

Cuando el día llegaba, el quemador rey recibía fuego del piloto sobreviviente y se levantaba en llamas multicolores de manera más alegre de lo común, envolvía de fuego el gran sartén azul de peltre con mango negro mientras todo su interior se bañaba de aceite vegetal, ya humeante recibía una lluvia de coditos, y así se empezaba la preparación del plato más poderoso del mundo.

El inigualable aroma de la pasta dorándose en el aceite era un bálsamo para quienes deseaban alimentar no sólo el cuerpo, sino también el alma, se trataba de un aroma que enciende los sentidos, un aroma que emociona y calma, un aroma que sabemos nos abrazará y consolará.

Mientras, en el quemador trasero de la izquierda reborboteaban enormes burbujas infundidas con ajo y laurel, con trocitos de carne, de esa carne dura y fribrosa que una vez domesticada con tiempo, fuego y paciencia, se deshace en la boca sin necesidad de involucrar tanto a los dientes.

Una vez que la pasta estaba dorada, se vaciaba el caldo junto a la carne, algunas papas, zanahorias, cebolla y chile verde; y para rematar, un mazo completo de cilantro; en ese preciso momento confirmábamos que Dios existía, que la vida tenía sentido y que no estábamos solos; el universo nos confiaba el más poderoso elixir: el caldito de mamá.

Enrique de Borbón, condiserado por los franceses como el mejor monarca que ha gobernado su país, solía afirmar que sólo se consideraría feliz el día que en cada casa francesa se hiciese caldo con gallina.

El caldo ha sido, históricamente, un platillo adjudicado a las clases sociales bajas debido a la poca calidad de la carne que se utiliza, así como la bastedad de agua para hacerlo rendir.

Ahora, un caldo es servido en mesas sin distingo de clases, credo o situación geográfica; y es además, un remedio infalible para curar múltiples dolencias y padecimientos, lo único cierto y razonable es que el líquido que envuelve todos los ingredientes es el conductor de amor perfecto para que las mamás de todo el mundo depositen sus grandes afectos y estos sean absorbidos por sanos y enfermos, esposos e hijos, nietos y sobrinos y algún que otro entenado.

El autor Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel