La cantina de Piti

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional

En la esquina más folclórica de la capital del mundo, donde se aglutinaban los verdaderos mentideros que trataban temas de actualidad con su debido respeto y profundidad, estaba el lugar del vicio y la perdición, del pecado y la concupiscencia: La canita de Piti; construida de gruesos adobes y techo de dos aguas de lámina galvanizada, guardaba en su interior historias y secretos que eran curiosidad de niños, mujeres y jóvenes, en la pared que daba a la calle principal había tres ventanas con marcos y puertas de maderas que dejaba entrever unas mesas con logotipos de Carta Blanca y junto a ellas, un potente aroma a cerveza; por el lado de la calle, se extendía una banqueta de cemento que por la irregularidad del terreno estaba por debajo de las ventanas, lo cual impedía asomarse a cualquier mortal de altura promedio; y aunque en la entrada solo había dos puertezuelas estilo persiana, de esas que se regresan cuando alguien entra, era moralmente imposible asomar la cabeza. La cantina de Piti colindaba con el parque del pueblo, una ventana en lo alto era abierta de vez en cuando y rápidamente hacíamos lo imposible por alcanzarla, cosa que nunca tuvo éxito.

Cada domingo, la mayoría del pueblo pasaba por esa calle para llegar a misa de 6 de la tarde, momento en que el jolgorio estaba en su máximo esplendor, desde adentro se escuchan las notas de “El cuervo con tantaaas plumas no se pudo mantener, ayayayayayyyyyyy”… Los papás invitaban a los niños a transitar por la acera contraria para ni siquiera tener contacto con dicha pared. Al llegar a la Iglesia, en la primera banca frente al altar, estaba la Chabela de Piti, esposa del cantinero, mujer de gran fe y devoción que era cantora, celadora, florista, lectora y ayudante del padre; las malas lenguas decían que sus acciones eran más bien para salvar el alma de Piti, y no la suya. La pobre mujer cargaba con la cruz de ser la esposa del pécoro cantinero que no iba a misa y además dirigía el centro de perdición del pueblo. La Chabela era además la “inyectadora” oficial del municipio, por sus manos pasamos cientos de nalguitas con infecciones respiratorias o estomacales, vimos cómo sus manos cambiaron las jeringas reutilizables de acero (en su cajita de acero, con su aguja de acero) por las jeringas desechables, pero eso sí, siempre con su frasquito de mermelada, limpio y esterilizado, lleno de bolitas de algodón empapadas de alcohol.

En la cantina de Piti, decían, se divertían con juegos del diablo: cartas, dominó y hasta apuestas, ahí sólo entraban los hombres de bajos instintos a embriagarse y gastar sus centavos, obviamente jamás una mujer había cruzado la puerta, de haber sucedido, le hubiese pasado lo que, a María Magdalena, pero sin el final feliz cuando apareció Jesucristo en escena.

¡Cuántas habladurías y mitotes! Todo a causa de la ignorancia, ni Piti era un hombre malo ni perverso, ni sus parroquianos eran unos alcohólicos indecentes, bueno, no todos. En el lugar siempre reinó la paz, se jugaban juegos de mesa, se escuchaban corridos y música norteña decente y se bebían refrescantes líquidos ambarinos. Pero la ignorancia es capaz de matar la reputación de una familia completa ¿Qué dirían ahora de los bares actuales, aquellos que apedreaban con sus chismes a Piti y Chabela?, más bien, ¿Los ignorantes de hoy serán quienes arriesgan su vida y la de los demás haciendo fila para comprar cerveza? Se los dejo de tarea, por lo pronto, este debería ser pretexto para explorar otro sabores y experiencias con el alcohol, las tiendas de conveniencia también tienen vinos tintos por debajo de los 100 pesos, que no necesitan de largas filas para ser consumidos y al contrario, nos educarán el paladar y harán ver el mundo desde otra óptica.

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel