Un día en la vida de dos niñas trabajadoras

Un día en la vida de dos niñas trabajadoras, escribe Valentina Glockner en #FueraDeRuta.

En dos lugares muy distantes del mundo dos niñas se levantan apenas despunta el sol y se preparan para otro día de trabajo. Ambas son migrantes internas, expulsados de sus regiones de origen junto con sus familias campesinas a causa de una agricultura local en crisis por décadas de políticas neoliberales y sequías. Ambas conocen bien qué significa una migración forzada por la precariedad, la crisis alimentaria y la necesidad de encontrar mejores posibilidades para el futuro. Conocen bien el sentimiento de ser extrañas en su propio país, y qué clase de implicaciones esto puede tener. Para Reyna, una niña indígena mixteca de 10 años, originaria de uno de los municipios más pobres de México y que ha trabajado como jornalera desde los seis años, ser migrante interna ha significado recorrer su país cosechando todo tipo de hortalizas para la exportación y para alimentar a quienes viven en las grandes ciudades de México.

Desde muy pequeña, Reyna ha tenido que deambular por un sinnúmero de campos agrícolas que se extienden por la compleja geografía de un país llamado México, que era completamente desconocida para ella antes de convertirse en migrante, y cuyo lenguaje oficial -el español- ella apenas está aprendiendo a hablar. Para Reyna, ser niña, trabajadora y migrante ha significado llevar una vida itinerante, precaria e inconstante, donde la subsistencia nunca está garantizada y, por el contrario, pende del fino hilo de las fluctuaciones del mercado, las condiciones climáticas, la demanda de mano de obra y las condiciones de trabajo impuestas por los productores y empresarios. Ella ha tenido que crecer al ritmo del incremento en las cargas de trabajo y las necesidades económicas de su familia.

Se ha “hecho grande”, como ella misma dice, durante las largas jornadas de trabajo, que pueden llegar a durar más de 10 o 12 horas. Su cuerpo se ha “arreciado” y fortalecido a causa del esfuerzo cotidiano en los surcos. También ha tenido que hacerse inmune al cansancio, el aburrimiento y la enfermedad a base de esfuerzo, insolaciones, infecciones y el constante contacto con pesticidas y otros agroquímicos. Reyna es una de los aproximadamente 2.1 millones de niñas y niños que trabajan en ocupaciones no permitidas en México, según cifras oficiales de 2017, aunque con el advenimiento de la pandemia esta población seguramente creció en toda América Latina.

Al otro lado del mundo vive Rajni, una niña de 10 años de origen kannadiga1, quien migró hace varios años junto con su familia desde su comunidad rural a la ciudad de Bangalore, el silicon valley de India. Para ella, ser migrante interna, pobre y de casta “intocable” ha implicado, entre otras cosas, no tener acceso a una identidad oficial. Lo cual, a su vez, significa ser invisible para el Estado y, por ende, no tener acceso a sus programas de bienestar o a la escuela. Desde que llegó a la ciudad, Rajni ha tenido que vivir en asentamientos precarios e irregulares, conocidos popularmente como slums, sin acceso a los servicios públicos más elementales como el agua potable, el drenaje y la atención médica. Para Rajni ser migrante ha significado dejar atrás su comunidad rural para mudarse a un entorno social y material completamente ajeno, donde la necesidad económica y la falta de otras oportunidades la han obligado a auto emplearse como recolectora informal de desechos reciclables en las calles de Bangalore.

Todos los días, Rajni deambula por la compleja geografía de la ciudad más cosmopolita y moderna de la India. Al igual que Reyna, ella también recorre descalza varios kilómetros al día, se agacha innumerables veces, recoge y pone en el saco que lleva colgando en la cintura lo que sus hábiles manitas encuentran, y sus ojos expertos reconocen como valioso. Para ambas niñas, trabajar recolectando hortalizas, en el caso de Reyna, y desechos, en el caso de Rajni, no es una cuestión de elección, sino de supervivencia.

A pesar de vivir en dos países muy distintos, en dos regiones distantes del llamado Sur Global, el presente y el futuro de ambas niñas está signado por dinámicas similares e interconectadas: los bajísimos salarios que perciben sus padres y que no alcanzan ni siquiera para alimentar a su numerosa familia; la imposibilidad de acceder a más y mejores fuentes de empleo en sus comunidades de origen; las crisis de la agricultura y la vida campesina; las enormes deudas que sus familias han tenido que contraer con usureros locales y que siguen acumulando intereses desorbitantes; una infancia privada de políticas públicas adecuadas y suficientes para reconocer y responder a sus apremiantes necesidades.

Entre la industria de la alimentación y la industria de la basura, el trabajo de Reyna y de Rajni se desarrolla en los extremos de multimillonarias cadenas de valor que son esenciales para la economía global, y donde su trabajo es el último eslabón en una realidad de explotación y precariedad.

En estas realidades distópicas de acumulación por desposesión, donde la explotación infantil y la fuerza de trabajo de pequeños cuerpos aún en desarrollo alimentan al gran capital, al cosechar una hortaliza, Reyna contribuye a producir un bien de primera necesidad que alimenta a quienes habitan en su país y en otros países lejanos. Mientras su propio cuerpo cansado, marcado por las huellas de la desnutrición y la rudeza del trabajo agrícola se desgasta, y el tiempo para el juego, el descanso y el aprendizaje se vuelve efímero. Al recoger desechos, Rajni contribuye a que aquellos bienes que han agotado su valor de uso y han sido descartados, se conviertan en mercancía una vez más y generen valor para la industria global del reciclaje. Mientras que a aquellos objetos que el uso, el paso del tiempo y el deterioro han convertido en desechos se les permite una vez más re-inventarse y producir valor, el cuerpo en desarrollo Rajni se cansa, se lastima y agota y su potencial se va mermando mucho antes de haber alcanzado su plenitud.

Al caminar entre los surcos de las grandes plantaciones de hortalizas, Reyna recorre la geografía de la bonanza, de la altamente controlada y tecnificada reproducción de la vida. Agachada por más de ocho horas al día, Reyna recoge con sus hábiles manos los frutos que alimentarán a miles, de personas en su propio país y en otras naciones. Sus ojos bien entrenados reconocen rápidamente qué frutos están listos para ser cosechados, cuáles hay deben aún madurar y cuáles son ya inservibles. Con gran velocidad los arroja en el costal que lleva atado a la cintura.

Por su parte Rajni, recorre la geografía del desgaste, del agotamiento y del deterioro. Cada día camina varios kilómetros recorriendo la bulliciosa Bangalore en busca de desechos reutilizables y se agacha también un sinnúmero de veces para, veloz y ágilmente, examinar los objetos que pueden ser vendidos. También ella distingue rápidamente entre la basura y el material reciclable que puede venderse fácilmente, y lo coloca en el costal que lleva sobre la espalda. A diferencia de Reyna, Rajni no trabaja con su familia, sino que lo hace sola. Algunas veces va acompañada por amigos que son migrantes como ella, algunos incluso originarios de la misma comunidad, pero esto no es muy rentable porque incrementa la competencia. Es mejor separarse y trabajar solo para maximizar las ganancias.

Las vidas de ambas niñas transcurren en un universo distópico donde ser niña migrante pasa por ser explotado y expoliado de todo aquello que suele considerarse una niñez “normal”. Y sin embargo, dentro de la ignominia de esa explotación ellas, desde luego, encuentran su propia manera de ser niñas. Su infancia está marcada por las huellas de la precariedad, la desigualdad y la injusticia, pero no por ello deja de ser una infancia donde ellas construyen espacios, encuentros y relaciones enormemente significativas para el juego, la amistad y la solidaridad. Lejos de descartar que ellas también son niñas y negar su infancia porque no cumple con la norma que hemos fijado para la infancia urbana, blanca y occidental, como sociedad debemos reconocer el impacto que nuestras prácticas de exclusión e inequidad tienen en sus vidas y hacernos responsables por ello.

*Profesora-investigadora Especial Cátedras Conacyt adscrita a El Colegio de Sonora.