Día de Muertos

Es tradicional recordar a los difuntos durante el mes de noviembre, quizá debido a que coincide en el hemisferio norte con el otoño, y la cadencia en la caída de las hojas evoca la forma como las almas van dejando este mundo. La idiosincrasia de cada pueblo determina el modo de relacionarse con la muerte, realidad tremenda con la que irrumpen los pensamientos, como oleaje furioso frente a un acantilado, sin hacerle merma. Algunos pueblos, como el mexicano, tienen una forma desparpajada de encararla, que mezcla ligereza, broma y solemnidad. Un reírse de la muerte y hacer bromas con ella, para quitarle hierro, por un lado, manteniendo por otro su carácter definitivo, ineluctable, misterioso, sagrado. 

El Día de Muertos ofrece entonces una maravillosa síntesis entre fe y cultura, entre cristianismo y costumbres prehispánicas; un claro ejemplo de inculturación, que no siempre consigue alcanzar el equilibrio característico de la ortodoxia, cayendo en flecos de sincretismo. Las tradiciones mexicanas referentes a la muerte recientemente han conquistado las pantallas, primero con “007 Spectre”, más recientemente en “Coco”.

¿Cómo se dio esa fusión de elementos religiosos, culturales, prehispánicos y cristianos? Se trata de un ejemplo de inculturación, es decir, de proceso por el cual el cristianismo se encarna en el seno de una cultura. La fe cristiana discierne aquellos elementos compatibles con el mensaje de Jesús, llamados por los padres antiguos “semillas del Verbo”, presentes en toda verdad, provenga de donde provenga. La vida misma del pueblo de Dios, en forma natural y espontánea, va consiguiendo progresivamente su integración y adecuada expresión cultural.

Así, el Día de Muertos viene a ser expresión viva de un cúmulo de verdades cristianas, especialmente del dogma de la “Comunión de los Santos”, que confesamos cada domingo al recitar el Credo en la Santa Misa. Esa verdad de fe sostiene que estamos en estrecha relación espiritual con todos los bautizados, los que viven y los que ya fallecieron; si están con Dios son los santos, y los recordamos el 1º de noviembre; si se purifican para poder gozar de Dios, son las almas del Purgatorio y los recordamos el 2 de noviembre. En ese sentido, el Día de Muertos es la fiesta litúrgica de las Ánimas del Purgatorio, es decir, de todos aquellos que ya han fallecido y por el peso de sus culpas no pueden gozar de Dios. Rezar por ellos es una forma delicada de vivir la caridad y manifestar nuestra fe en la eficacia de la oración y en el hecho de que, cara a Dios, todos estamos unidos, más allá de los lazos de la carne o de las fronteras de la vida.

Esta presencia del “más allá” es tan importante dentro de la fe de la Iglesia, que se pone de manifiesto en toda celebración eucarística, a través de las oraciones de la Santa Misa: Siempre se menciona la comunión que tenemos con los santos que gozan ya de Dios y se pide por los difuntos. Además, la Iglesia beneficia con la recompensa de las indulgencias si se visitan los camposantos, es decir, los lugares sagrados donde reposan los difuntos, sean cementerios o columbarios, durante los primeros ocho días de noviembre. Se recomienda a los sacerdotes celebrar tres misas el dos de noviembre pidiendo por los difuntos. En resumen, el recuerdo emotivo y cultural sirve como propedéutico para la oración por los difuntos y la comunión espiritual con ellos.

Ahora bien, para evitar el sincretismo, es preciso tener claros los límites. La comunión espiritual real que se da con los difuntos, principalmente a través de la eucaristía, y que culturalmente se celebra el Día de Muertos y a lo largo de noviembre, no se confunde con la necromancia, expresamente prohibida en la Biblia. Es decir, la práctica mágica de invocar a los muertos para comunicarse con ellos y llegar al conocimiento de lo oculto. Tampoco debe confundirse con el culto a “la Santa Muerte”, que de santa no tiene nada y es mucho más reciente, siendo un ejemplo de corrupción religiosa, una patología de la religiosidad que desemboca en la superstición y el satanismo. Sin embargo, salvados esos escollos, vivir intensamente el Día de Muertos, con sus altares, calaveritas, pan de muerto y Don Juan Tenorio, ayuda a preparar el ánimo para lo realmente importante: pedir por ellos en la Santa Misa y visitarlos donde descansan, orando a Dios por su eterna salvación, siendo a la vez conscientes de la caducidad de nuestra vida y de que también nosotros estamos camino del más allá.

P. Mario Arroyo
p.marioa@gmail.com
Doctor en Filosofía

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