Epidemias ¿aprendemos de nuestra historia?
Históricamente las enfermedades, especialmente aquellas que toman tintes epidémicos, han provocado desinformación, zozobra y temor.
El mal individual se convierte en una tragedia colectiva.
A pesar de nuestra larga experiencia con estas calamidades, los avances en la ciencia médica y el confort de la modernidad generan un espejismo, la falsa ilusión de la salud permanente.
Por esto, cuando un agente patógeno amenaza nuestra aparente estabilidad, regresa esa sensación de fragilidad ante el entorno.
Sonora tiene una historia marcada por episodios epidémicos de grandes magnitudes.
Durante el periodo colonial y el siglo XIX, los brotes de sarampión, viruela y “fiebres” tuvieron una presencia periódica, se convirtieron en un enemigo familiar, pero difícil de vencer.
A estos padecimientos se les sumaron epidemias de cólera (1850-1851), fiebre amarilla (1883-1885) e influenza (1918-1919).
Las viejas dificultades de salud se mezclaron con males hasta entonces desconocidos por la población sonorense.
El miedo a enfermarse y morir se intensificó.
Ante un enemigo invisible y escurridizo, como la fiebre amarilla, las acciones para combatirla fueron simples balazos al aire.
La enfermedad llegó por el puerto de Guaymas en agosto de 1883 y ni siquiera atinaron a etiquetarla por su nombre; la refirieron como fiebre del “tonto”, “biliosa” y “maligna”.
Casi cuarenta días después de los primeros casos, se reconoció públicamente que las muertes eran por fiebre amarilla, también llamada “vómito prieto”.
Como ignoraban que la enfermedad era transmitida por un mosquito de presencia endémica en la región, se aplicaron medidas genéricas: secar acequias, limpiar espacios públicos, fumigar viviendas (mediante la incineración de resinas, cuernos o plantas aromáticas), suspender clases y prohibir la venta de frutas y bebidas embriagantes.
Además, se nombraron juntas de sanidad, constituidas normalmente por un médico, un sacerdote y vecinos de “reconocida solvencia moral”.
Estos organismos eran los responsables de asesorar a los ayuntamientos para dictar las acciones necesarias para resolver los problemas sanitarios.
La epidemia de fiebre amarilla tuvo un impacto generalizado, enfermó a casi dos terceras partes de la población de Hermosillo durante 1883.
Su letalidad se estima alrededor de 5%, es decir fallecieron cinco de cada cien afectados.
Esto parece explicar el tono de las crónicas de la época, mismas que la señalan como “visitante apocalíptico” que generó “horror”, convirtió cada hogar en hospital y dejó “centenas” de muertos tirados en las calles.
El miedo, más que el conocimiento científico de la enfermedad, orientó las acciones.
La junta de sanidad del puerto de Guaymas propuso cuarentenas para embarcaciones con enfermos de fiebre amarilla.
Por su parte, en Álamos, Ures, Arizpe, Sahuaripa, Altar y Magdalena establecieron cordones sanitarios para impedir el tránsito de individuos procedentes de Guaymas y Hermosillo.
Esto último fracasó porque los ayuntamientos carecían de recursos para mantenerse al margen de la epidemia. Aislarse, encerrarse para evitarla, resultó imposible.
A lo largo de nuestra historia, los distintos brotes epidémicos han generado procesos de aprendizaje, especialmente en el diseño de acciones orientadas a la mejora de infraestructura urbana y programas preventivos.
Por ejemplo, la epidemia de fiebre amarilla contribuyó a que la construcción del malecón del puerto de Guaymas, concebida como la solución para un foco de infección, fuese algo impostergable.
La parte más compleja de lograr ha sido la interiorización de prácticas higiénicas y medidas preventivas.
Éstas se han modificado lentamente y con marcados claroscuros, tantos que las indicaciones ante la actual pandemia de Covid-19 se concentran en la importancia de aspectos básicos como lavarse las manos y estornudar correctamente.
Si echamos mano de la historia para analizar nuestro presente, comprenderemos que estamos en una posición inmejorable para reducir los efectos de la crisis sanitaria que experimentamos en este momento.
Hoy, a diferencia de los sonorenses que sufrieron la epidemia de fiebre amarilla hace 137 años, conocemos la enfermedad, sabemos cómo se mueve el nuevo coronavirus y lo que debemos hacer para evitar su propagación acelerada.
Tenemos información desde la ciencia, ahora nos toca proceder con inteligencia, atender las recomendaciones de las autoridades y hacer lo necesario -como ciudadanos activos- para contener la epidemia y demostrar que aprendemos de nuestra historia.
Hiram Félix Rosas