Un rostro con cincel y marro
La autora es arquitecta, escritora, ilustradora y creadora de La Fábrica de Cuentos, cuentos personalizados.
La vida es como la guerra. Te preparas para enfrentarla o te toma por sorpresa, pero igual entras al campo de batalla. La trinchera puede ser conocida o no. Pierdes o ganas. En este tiempo que estamos aprendiendo de la incertidumbre, los jóvenes que emprenden sus estudios deben continuar para adquirir conocimiento, a pesar de la adversidad que vivimos. Les tocó hacerlo de forma virtual, y debemos alentarlos para que no desistan. Ellos serán los próximos en conducir la logística empresarial, política, económica, familiar y espiritual, del mundo entero. El siguiente relato trata de “ese joven”, cualquier joven, en su búsqueda por ser y aprender, para el bien de toda la humanidad.
De niña tuve la oportunidad de viajar a Europa. Cruzar el charco por primera vez, como dicen. Entre tantas maravillas que conocí, hubo una que hasta la fecha me impacta. Es la escultura de La Victoria de Samotracia. En su momento cuando la vi, me impuso su tamaño, sus alas tan definidas, su semblante viviente, pero sobre todo el que no tuviera cabeza ni brazos. Luego con los años y el estudio supe que no fueron encontrados. Aun así, sentí que la figura expresaba en toda su composición un equilibrio, con un paso adelante, firme sobre el piso, y a la vez con las alas en posición de vuelo, lista para elevarse al cielo.
De verdad, me impactó. Nunca he dejado de preguntarme cómo sería su rostro. Para mí, el rostro no se define por la piel curtida, el pómulo rebosante, la ceja perfecta. El rostro es de algún modo el templo de la mirada. De los ojos que se van haciendo sabios con la vida. Del reflejo del alma. Quien labró este mármol, a golpe de marro y cincel, plasmó en esa piedra un momento de la historia griega de gloria y victoria, pero yo la interpreté de otra manera. Pensé en la vida misma, cuando uno la enfrenta, y entonces me imaginé que La Victoria de Samotracia, con su mano faltante señalaba al frente, y que su rostro miraba alto.
Hoy -inspirándome en esta obra-, muchos jóvenes marcan un parteaguas para iniciar su vida de estudio profesional. Emprenderán su viaje, así como lo hizo La Victoria de Samotracia en la proa de un barco hacia una guerra en la Antigua Grecia. Sé que los jóvenes de hoy también enfrentarán batallas, o que lo han hecho quizá. Sé que las batallas de ahora son mas brutales que las de antaño.
Hoy son contra el alma. No sólo atraviesan con espadas cuerpos de guerreros sino que atraviesan corazones y rompen mentes. Sé que hoy, algunos guerreros se lanzan sin conocer la pasión, la dirección, el norte. Que les llega el tiempo de empezar su travesía la cual no podemos detener, y que tan sólo nos queda confiar en que “el joven”, como piedra de mármol que ya esculpimos, como padres, haya sido de la calidad menos porosa. Sé que nuestras “esculturas” quizá sufrirán estragos que requerirán restauración para mantenerse, como en algún momento las varillas lo han hecho con La Victoria de Samotracia, para salvarle el torso, o completar su ala. Y entonces, si así lo fuera, tomaremos de nuevo el cincel y marro.
Con los años, descubriremos si la obra que hemos hecho con habilidad maestra de artesanos entregados, sobrevivirá inclemencias, polvo, tiempo o guerras. Y rezaremos siempre para que, ojalá, esa pieza pueda convertirse en majestuosa como La Victoria de Samotracia: con un pie firme por delante y alas a favor del viento que vuelen con súplica al cielo para encontrar un rostro. Uno, que mire alto.
Espero pues, que cada joven a donde dirija su vela, encuentre su propio rostro. Lo coloque con orgullo y dignidad sobre su propia escultura. Con la cabeza bien puesta para ser templo de mirada humana, la cual refleje su alma labrada, con cincel y marro.