La tarjeta de la nostalgia
EL autor es chef y licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.
Sonaba el timbre, eran las 19:30 horas, la noche ya estaba por cubrir completamente las calles, mientras las lágrimas se agolpaban en la garganta y en el corazón, bajaba a prisa las escaleras para alcanzar el camión más próximo que me llevaría la cita de todos los días; levantaba el brazo marcando la urgente necesidad de llegar a mi destino, el camión ya casi lleno dejaba apenas entrar a tres o cuatro personas, habíamos sido pocos los afortunados.
Aunque incómodo, apretujado y con aromas de todos los humores humanos posibles, tenía en claro que sería el primero en bajarme y correr a la ubicación tan esperada.
Entre más me acercaba a la parada, rezaba a Dios con más intensidad para que no hubiera fila y pudiera de inmediato entrar en contacto.
El camión se detenía, los pistones abrían las puertas de la manera más lenta jamás vista y en el momento que mi cuerpo podía escabullirse salía corriendo, cruzaba la calle y agradecía a Dios porque solamente había una persona delante de mí, mientras, buscaba las tarjetas dentro de la mochila, las ordenaba según su contenido y me preparaba.
-¡Listo muchacho, como que está fallando, hay interferencia!- me decía la persona frente a mí, no me importaba, tomaba el teléfono, insertaba la tarjeta y esperaba a que leyera el saldo, eran los segundos más desesperantes de mi vida…
Marcaba con rapidez mecanográfica los diez dígitos después del 01 y esperaba que el teléfono empotrado dentro de una caseta por la calle Dr. Noriega, a un costado de Comercial Zazueta, se reincorporara, tomara su tiempo y reaccionara, se hacía el silencio e inmediatamente después del segundo timbre, mi mamá levantaba la bocina:
– Hola, mijto, ¿cómo estás? – mi corazón se aceleraba, la sangre presionaba mi pecho e inmediatamente los sentimientos salían disparados en lágrimas constantes que brotaban al por mayor.
Una vez reincorporado, saludaba a mi mamá y le insistía en mi deseo de regresarme al pueblo, era octubre de 1997, llevaba apenas 5 meses en la preparatoria, los 5 meses más largos de mi vida.
Esta era la escena de todos los días, la escena que de lunes a viernes motivaba mi quehacer, con la esperanza siempre viva y la ilusión de que quizá podría regresarme a la capital del mundo.
Pero como todo en la vida, había un remedio infalible que apaciguaba el alma y le daba un respiro al corazón; después de terminado el saldo de la tarjeta Ladatel de 30 pesos, tomaba el siguiente camión hacia mi casa, la casa de Yesenia quien me daba asilo, alimentación y cuidado.
Yesenia había sido mi vecina en San Pedro de la Cueva y ahora estaba casada, pero su esposo trabajaba en los Estados Unidos, así que nos hacíamos compañía el uno al otro.
Yesenia era hermana y madre a la vez, de niño me había cuidado apoyando a mi mamá mientras estaba recién parida de mi hermano Noe; así que el trato era de mucha confianza y cariño.
Yesenia tenía un don maravilloso: era excelente cocinera, con una sazón heredada que consolaba mis lágrimas y también me divertía con sus ocurrencias, no sólo de sus pláticas, también en la preparación de platillos que eran novedosos para mí.
Su único defecto era la declaración de guerra contra los frijoles, una vez que los granos habían pasado por sus manos, era seguro que se pegarían en la olla, obteniendo un sabor ahumado que con el tiempo supe aceptar y digerir.
En casa de Yesenia el plato principal era servido a la hora de la cena, cada noche esperaba pacientemente a que llegara de la escuela para cenar juntos y consolarme con pláticas opuestas a mi nostalgia tan arraigada, siempre acompañadas con una ensalada fresca con mucho chile verde tatemado, una porción de frijoles ahumados y un sabroso potaje de res, pollo o cerdo; al final, de postre, un tazón lleno de yogur de durazno.
El yogur fue, desde mi llegada a Hermosillo, un pañuelo que enjugaba mis lágrimas porque tenía una conexión sentimental que hacía chispas y conectaba con mi situación:
De niño, mi mamá siempre me compraba yogur cuando nos traía a Hermosillo, comerlo 10 años después me hacía sentir que estaba cerca de esta maraña de calles y camiones.
EL autor es chef y licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.
@chefjuanangel