La noche que nadie durmió
El autor es Licenciado en Comunicación y Maestro en Tecnología Educativa.
Aquella noche de septiembre del 59 fue una larga noche donde nadie durmió: el viento enfurecido y la lluvia lo impidieron.
Desde temprano, el día perdió su brillantes y sobre el cielo de Santa Rosalía se sentaron nubes que presagiaban que ese 9 de septiembre las horas por venir serían distintas.
El Mar de Cortés empezó a perder la quietud de verano, las olas mansas de las playas negras comenzaron a crecer con un dejo de molestia que azotaban con fuerza al malecón.
Desde la altura de Mesa México se observaba el oleaje, y la negrura del cielo no permitía ver, como de costumbre, la Isla de la Tortuga.
Esa mañana los pescadores no salieron a la mar, desde la barraca notaron que un demonio en el fondo del mar se formaba, y como conocedores del Golfo de California, ese día guardaron anzuelos para mejores tiempos.
El dompe que llevaba a los mineros pasó a espaldas de la primaria Benito Juárez, camino a un día más de labor bajo un cielo gris.
El pitido de las siete de la mañana de la fundición se oyó distinto y la población lo interpretó como un mal augurio que se anidó en el silencio.
Las tiendas del mercado de la avenida Obregón atendían a sus clientes, y en el sitio los taxistas a temprana hora ofrecían sus servicios.
La panadería El Boleo vendiendo pan para el desayuno, en los changarros del pueblo se acabaron las veladoras y las baterías para los focos de mano.
Las estaciones de radio de Sonora y Sinaloa informaban de un ciclón que se acercaba a las costas de la península.
Las autoridades asentadas en La Paz habían girado instrucciones a los delegados de las poblaciones del territorio.
A medida que pasaban las horas, la preocupación y tensión crecía en las personas; las niñas y niños encerrados en casa les advertían que no se acercaran a las ventanas, mientras las señoras esperaban con ahínco el regreso de sus viejos para una mayor tranquilidad.
En la tarde comenzó a soplar el viento, las autoridades locales invitaron al pueblo para que acudiera a los albergues para una mayor seguridad de las familias.
Los salones de la Sociedad Mutualista Progreso y del sindicato de mineros fueron espacios para salvaguardar a parte de la población.
La gente llegó a los albergues con las cosas necesarias para pasar la noche, los salones que eran pistas de baile estaban ocupados por colchonetas, personas adultas y menores de edad temerosos ante la situación.
En la madrugada comenzó a pegar más duro la lluvia, y al amanecer el cielo estaba enloquecido con un viento que aullaba como demonio llevándose techos y pedazos de casas.
Las señoras rezaban, los niños lloraban y la gente del pueblo escuchaba cómo el arroyo era testigo de la fuerza del agua que arrastraba lo que se encontraba en el camino para irlo a tirar a la orilla del mar.
Después de la intensa lluvia y fuertes vientos, vino la calma y la incertidumbre por conocer los daños que dejó el paso del ciclón.
El pueblo quedó muy dañado: casas en pérdida total, techos levantados, calles y arroyos llenos de piedra, lodo, chiqueros y gallineros destruidos.
En el ambiente prevalecía una sensación de vulnerabilidad y de tristeza, pero los cachanías se levantaron ante la adversidad para proseguir la vida y hacer honor al adagio popular: “el pueblo que se negó a morir”.
El autor es Licenciado en Comunicación y Maestro en Tecnología Educativa.
FB: @SoyPepePeralta