La iglesia de hamburguesas

El autor es licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

Cruzando la calle estaba un terreno baldío que abarcaba la mitad de la cuadra, al centro había unos mesa bancos escolares  acomodados ordenadamente frente a una mesa astillada con patas oxidadas, el viento levantaba con fuerza la fina tierra café y formaba pequeños remolinos que empolvaban los pupitres uno a uno.

Era la vista desde la ventana de mi recámara, en la casa que me recibía dos años después de llegar a estudiar a Hermosillo. Era mi primer día allí, tenía 16 años. Mi papá instalaba un lavatrastes en la cocina y mientras rezongaba para sí mismo le pregunté: -¿Qué crees que sea ese lugar que está al frente de la casa? – Tirando de la manguera que estaba debajo de la tarja contestó: –

¡Cuando suceda algo o llegue gente, pues vas y preguntas! -. Pero no hubo necesidad, el sábado por la tarde mientras acomodaba ropa empecé a escuchar voces, despegué una tira del papel  aluminio que había colocado por “mientras” para cubrir las ventanas y observé a dos señoras barriendo el sitio donde estaban los mesabancos.

Luego llegaron dos mujeres más, ataron extensiones a unos barrotes clavados en la tierra, pusieron un par de focos y los encendieron, ya estaba cayendo la tarde. Una de ellas se fue y regresó cargando una caja de plástico, la puso sobre un banco y empezó a sacar objetos que no alcanzaba a apreciar por la ventana.

En un descuido, aquello se había convertido en un templo, sin paredes, sin techo, sin campanario… La mesa astillada vestía un mantel recién planchado que aún conservaba la marca de los dobleces, encima había un cáliz junto al misal, dos cirios (uno a cada extremo) y al costado, las mismas cuatro señoras entonaban cánticos para afinar gargantas. Empezó a llegar gente, muchos llevaban sus propias sillas, llegaron ancianitas apoyadas en su bordón, niños con sus papás, familias completas.

Vi el reloj, eran las 5:45 de la tarde; supuse que la misa empezaba a las 6 y me vestí de prisa. Salí de casa, crucé la calle y en cuanto me paré junto a los mesabancos, llegó el sacerdote con una bocina en mano, se instaló e inició la celebración.

Terminada la misa me acerqué a las señoras, rápidamente se presentaron: Marusy, Toñita, Silvia y Gaby, me platicaron que el próximo sábado por la mañana iniciaba el catecismo, así que me ofrecí a apoyar, dada mi carrera sacerdotal trunca. Pasaron los meses y después de la bendición al terminar una misa, el padre dijo que tenía el permiso para construir un templo, así que debíamos ponernos a trabajar.

Lo platicamos y decidimos que haríamos hamburguesas para vender. Alguien comentó por ahí: – Pero que sean hamburguesas buenas para que den ganas de cooperar –. Inmediatamente una

mujer le contestó: – Pero es para ayudar a la Iglesia –. Ya en casa, estuve pensando lo que había dicho aquel hombre. Tenía mucha razón: si íbamos a realizar la primera de muchas ventas de comida, seguramente necesitábamos armarnos de reputación para que la gente siguiera consumiendo en las posteriores vendimias.

Además, independientemente de la causa, la gente estaría pagando por un alimento que debía ser digno y, sobre todo, delicioso. De esa manera empezamos la primera de muchas hamburguesadas que permitieron apoyar en la construcción del templo y cuya mejor enseñanza fue: no hay motivo, causa, ni justificación para vender comida de mala calidad.

El autor es licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel