El suplicio de Ana
El autor es Maestro en Educación y profesionista independiente.
Me alejaré un poco de la situación extraordinaria que estamos viviendo para relatarles una historia real.
Ana, mujer trabajadora y madre soltera, adquirió con el fruto de su esfuerzo una casa de clase media alta en Hermosillo. Con ilusión fue dándole ese toque personal que uno le da a las cosas conseguidas con esfuerzo, y vivió tranquila durante diez años con su hijo.
Llegó a considerar su espacio como un verdadero hogar. Sus vecinos eran personas agradables y la colonia tenía fama de ser un lugar tranquilo y apacible.
Pero la felicidad no le duró. La incluyeron en un recorte de personal y eso le impidió seguir pagando su casa durante meses, hasta que por fin le llamaron para trabajar, pero en La Paz, Baja California Sur. Pensando en el futuro de su hijo, Ana tomó la decisión de irse.
Con el tiempo, y al resolver su situación económica, siguió pagando la casa de Hermosillo. Pagó lo atrasado y abonaba a su crédito porque ya había invertido mucho en la casa y le faltaba poco para que fuera suya.
Ante el temor de que se la dañaran, la rentó sin problemas cinco años a una maestra y dos más a un ingeniero. No tuvo problemas, hasta que un compadre de su tío le recomendó a una sobrina. Ana aceptó rentar la casa sin titubear y acordaron una módica renta... Su apresurada decisión fue el inicio de su tormento.
Hubo dos pagos puntuales y después nada, ni siquiera una llamada telefónica. El compadre le informó que su sobrina le estaba pidiendo dos meses de gracia, porque tenía problemas económicos. Pero pasaron varios meses y los
depósitos jamás llegaron.
Ana acudió otra vez a su casi tío para interceder ante la falta de respuesta de su sobrina; y después de tres “dice que mañana te va a pagar”, hasta él dejó de contestarle el teléfono.
Ana pensó lo peor y no sabía qué hacer. Recién le habían llegado las escrituras de su casa, y buscó apoyo de sus
amigos en Hermosillo para resolver el problema. Sin embargo, ninguno tuvo éxito, porque a cada visita que hacían a la casa en busca de alguna respuesta, la sobrina siempre contestaba igual: “No me voy a ir y háganle como quieran”.
Pasarían tres largos años para que Ana recuperara su casa, aunque ya prácticamente destruida. Como en otras situaciones similares, las leyes apoyan más a los gandallas. Y tal parece que así seguirán las cosas, porque no son asuntos que interesen a nuestros representantes populares. ¿Qué podemos hacer?
A las sociedades la hacen sus ciudadanos y no quienes las gobiernan; pero para darnos cuenta debemos transformarnos nosotros mismos… ¿Cómo?, con educación.
El autor es Maestro en Educación y profesionista independiente.
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