El poder de la influencia (desde el exilio)

El autor es odontólogo originario de Culiacán, Sinaloa.

Jim Rhon y Brian Tracy, dos de los autores más influyentes en el tema del desarrollo personal, mencionan que debemos acercarnos a los ganadores, los positivos, los exitosos, alejarnos del 95% y acercarnos al 5%.

Ellos le llaman “el poder de la influencia”.

Pero ese tema lo maneja mucho mejor mi amigo Mario Corona en su columna en este mismo periódico.

Por otro lado, más directo, más real, las madres tienen un sexto sentido para detectar eso de las amistades que son buena o mala influencia.

Mi niñez se desarrolló en los años ochenta, en esa época nuestros padres aún usaban el cinturón o la chancla como instrumento educativo y correctivo.

Durante mi niñez, doña Yoli, mi madre, me daba con el huarache por cada problema que yo daba, y cuando yo hacía algo terrible la paliza que me ponía era peor.

Todo eso era muy frecuente, hasta que empecé a tener amistades que influían en mi vagancia ya en tono peligroso y delicado.

De manera que mi mamá, como último recurso, me pone a entrenar boxeo con un amigo de la familia, ya sea para tenerme más controlado o para que yo llegara cansado a casa y así no tener ganas de salir a la calle.

Yo seguía igual, en la vagancia, robando mangos y ciruelas en las casa de los vecinos, saliéndome de la escuela, llegando tarde a casa, todo esto en el margen de los 10 a los 12 años de edad.

La colonia donde crecí en Culiacán, mi colonia Mazatlán, está a sólo unas calles del río Tamazula, en el centro de la ciudad, de manera que me era muy fácil irme al río a pasar el día, eso lo hice muchas veces, incluso donde yo estudiaba, la escuela primaria Lic. Eustaquio Buelna, estaba sólo a una calle del río Tamazula y muchas veces me salía de la escuela para irme al río.

Pero el día que cambió ese estilo de vida fue cuando mi prima Martha mandó a otro niño a tocarme la ropa después de que yo estuve todo el día en la calle y en el río, el niño mitotero se me acercó y me tocó los pantalones y le dijo a mí prima:

- Tiene la ropa mojada, está mojada.

Más que un mitote, esas palabras fueron una sentencia para mí y un fin para mi vagancia.

Mi prima no me dijo nada, al que le dijo fue a don Carmelo, mi padre.

Cuando mi papá llegó del trabajo no me dijo nada, sólo miré que sacó de atrás del asiento de su camioneta, un cinturón grueso de cuero.

La paliza era inevitable.

Fueron cuatro o cinco cintarazos que me cambiaron para siempre.

Fue la única vez que mi padre me corrigió a golpes.

Esa misma semana fue cuando me puso a trabajar con él en las máquinas tortilladoras.

Ya nunca más me fui al río, nunca más di un problema.

Desde entonces fui un hijo obediente, un trabajador dispuesto a aprender, un boxeador aplicado y dedicado.

Y así, entre el boxeo, la escuela y las máquinas, fui creciendo en la camioneta de mi padre, fui su compañero de trabajo y aventuras, de tal manera que recorrimos casi todo Sinaloa y parte de Durango trabajando juntos.

De la edad de 12 años en adelante nunca di un problema a mis padres.

Cuando mi mama viene de visita a Hermosillo para ver a mis hijos, siempre sale el tema de mi niñez.

- Amá, ¿se acuerda de las chingas que me ponía?

- Ay, José, no me digas eso, es que eras bien vago, hubieras terminado de mariguano y ni hubieras estudiado.

Eso para mí es… el poder de la influencia.

El autor es odontólogo originario de Culiacán, Sinaloa.