El plato de la alegría

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional

¡Bajan! ¡Te pasasteeee! ¡Baaaaaajan, te dije bajaaaaan! Sonaba el pistón, se abría la puerta y bajaba del camión urbano una señora cargada con bolsas de supermercado. Detrás, una decena de trabajadores y estudiantes; la fila del pasillo se descomprimía y permitía respirar mayor cantidad de oxígeno.

Mientras me sujetaba del tubo superior, en mi cabeza sonaba firme y melódica -Dios te salve María llena eres de gracia, el Señor es contigo- trataba de concentrarme para hacer menos tedioso y triste el viaje de regreso a la casa de asistencia.

El reloj marcaba las 8:15 de la noche y la ruta “Ley 57-Zapata” parecía ir más lenta de lo normal, los pies congelados y el corazón sollozando de tristeza, no era la mejor combinación para un estudiante de preparatoria recién llegado del pueblo -En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo- había terminado el Rosario pero faltaban más de 20 minutos de camino, así que completaba el rezo con más súplicas para que Dios me concediera regresar a la Capital del Mundo, u opción 2, hacerme olvidar las naguas de mi mamá.

El camionero me veía por el enorme espejo retrovisor, yo era el último pasajero y de mi descenso dependía el fin de su jornada, por fin, el camión se detuvo en el punto indicado, salí corriendo entre las calles oscuras y polvorientas ansiando llegar pronto a mi destino.

Metí la llave, abrí la puerta, e inmediatamente escuché ¨¡Ya vamos a cenar!”, todo estaba listo esperando mi llegada, como si fuera alguien de la realeza; la mesa puesta y una cocina llena de humo, señal de comida recién hecha. Sobre la estufa, aún burbujeaba el aceite que inundaba una profunda cacerola gris.

-¿Cómo te fue en la escuela, qué dice la Eli?, preguntaba Yesenia mientras despegaba de entre sí las tortillas de harina, una tarea común y frecuente yaque siempre las guardaba calientes. En la mesa, un gran trozo de queso fresco de orilla seca y amarillenta ocasionada por el refrigerador; y al lado, la ensalada estrella, la especialidad de la casa: bastante lechuga con pepino, tomate, cebolla morada, aguacate y generoso chile verde tatemado, aderezado con limón, sal y pimienta; al centro, la infaltable jarra de cristal con la fórmula mágica: 2 litros de agua, 10 limones y 2 cucharadas grandes de azúcar.

Pero lo mejor estaba por venir: un plato con frijoles, no tan espesos, que embarraban el piernil de pollo más perfecto de la historia gastronómica: era pollo frito, sin piel, salpimentado y cocinado pacientemente el abundante aceite por varios minutos; jugoso por dentro y crujiente por fuera.

Cada mordida era un bálsamo que enjugaba mi corazón destrozado y me regresaba la alegría, me hacía sentir en casa, en una nueva casa, ya que no se trataba de un platillo común de mi mamá, más bien, era un plato cuya dedicación y amor me invitaba a iniciar una nuevavida, sabiéndome querido, acompañado y bien alimentado.

Así, cada noche, Yesenia (hija de mi nana Veva) me esperó con frijoles, ensalada, tortillas pegadas y bastante queso; y en los momentos más difíciles y tristes: pollo frito, el plato de la alegría.

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.