El día más feliz

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional

Un viejo y frondoso árbol de limas cubría casi la totalidad del patio, el piso de tierra compactado con tantas regadas y barridas se llenaba de hojas amarillas mientras Julio agitaba una rama con un gancho de alambre galvanizado; caían decenas de frutas maduras, amarillas, jugosas; muchas explotaban al hacer contacto con la tierra.

Mientras las pelábamos para llenar una palangana y disfrutarlas todas juntas sin descanso, en la hornilla ardía un par de leños de mezquite, de aquel mezquite del corral que había muerto de vejez prematura y nos seguía proveyendo de calor para la comida.

La hornilla estaba construida junto a la pared del cuartito de los tiliches, mismo que tenía un gran corral en la parte trasera; y aunque el cuartito era de paredes gruesas de a doble, convivía a la perfección con algunos bloques de cemento que daban forma a una mesa, con hornilla en el extremo derecho, y debajo de ella, un horno de leña con tres varillas intermedias para sostener las hojas (charolas) de hornear.

Encima del fuego ya se calentaba un comal y, a un costado, mi nana sacaba un poco de carbón para colocarlo justo debajo de una pequeña parrilla construida con fierros sobrantes de algún trabajo de herrería.

Había dos bateas repletas de bolas, la batea grande tenía bolas del tamaño de mi mano, mientras que la batea pequeña guardaba decenas de bolitas de 5 centímetros; ambas tapadas con una larga servilleta de tela bordada con flores rojas y moradas.

Como era costumbre, mi tía Martina sostenía una taza de café negro muy endulzado, y  cuando digo muy me refiero a 3 o 4 cucharadas de azúcar, mientras empujaba la leña para iniciar con

la más maravillosa de todas las danzas.

Mi nana, mi tía y mi mamá tomaron bolas grandes, las pasaron por harina y empezaron a extenderlas primero con las yemas de los dedos, después con la palma, hasta pasarlas a los brazos; la

primera en terminar fue mi nana (madre de mi tía Martina, suegra de mi mamá), la puso sobre el comal y en un santiamén la cocinó y dio paso a mi tía Martina, y al final mi mamá. No se trataba de una competencia, era un orden establecido por el respeto: primero la mayor, luego la invitada y después la anfitriona.

Desde el árbol de limas veía con admiración la forma en que las tortillas grandes de harina volaban entre sus brazos y caían al comal, mi corazón latía fuerte de emoción y la piel se me erizaba de alegría por ver aquellas tres queridas mujeres reír y platicar mientras retaban al fuego con las yemas de sus dedos.

Terminadas las de harina, empezaron con las de manteca, una torteada rápida, al comal y después a la parrilla para que terminaran de hincharse. Saqué un bote de mantequilla

y untamos cuantas tortillas de harina cupieron en el estómago mientras salían las de manteca.

Sentí que era el niño más feliz del mundo, por primera vez tenía juntas a tres de mis cocineras favoritas, consintiéndonos. No ha habido otro momento igual desde entonces, pero puedo presumir que lo disfruté como si supiera que jamás se repetiría.

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel