Confesiones
El autor es Publicitario miembro de Aspac
Sé, aunque no entiendo, que todo esto que me rodea, y yo mismo, somos producto de una creación deliberada, voluntaria, consciente, y no de una fortuita casualidad de sucesos afortunados.
Tanta perfección en los detalles, tanta coordinación en las interacciones y tanta lógica sorprendente que va descubriendo nuestra inquisición no puede ser, en manera alguna, resultado del azar y la eventualidad. Es, necesariamente, resultado de una voluntad, de un poder, de una inteligencia deliberada y consciente, insignia de algún propósito.
La complementariedad, el ensamble perfecto entre formas y funciones, nos induce a esta lucubración acaso ingenua, por seguro pequeña. A esta creación, orquestada con propósito y determinación, pertenece también, como parte de la vida, lo humano; y en lo individual, cada uno de todos nosotros que con algarabía y alboroto desordenado llenamos los días del mundo cada instante y cada día.
Esa intención es, lo intuyo, más alta que nuestras alturas y más honda que nuestras honduras y por eso es fácil perderla de vista o no haberla siquiera soslayado nunca. Nuestra cortedad y pequeñez, fertilizadas por nuestra capacidad de observación e inmersión provoca que tantas veces creamos que un instante es eterno, que la historia empieza con el yo y que éste -el yo siendo centro de la mirada que explora el entorno, es también la regla y norma que lo rige.
Pero no es así. Esa fuerza es mayúscula y mucho más que eso; escapa, incluso, a las humanas calificaciones a las que sólo baja condescendiente para contribuir a su comprensión siempre inacabada.
Y desde esas dimensiones más que colosales, a la vez que habla indulgente al ser humano, se ocupa también, lo imagino, de la mecánica celeste en sistemas y estructuras cuya concepción ni siquiera sospecho; y también se ocupa, la mayúscula fuerza, sorprendentemente de las diminutas estructuras moleculares que mantiene también a través de una mecánica minúscula en giros y atracciones eternas para sostener la cabalidad de la Creación entera.
¡Qué bueno sería comprender este orden y pertenencia que tenemos ya en nuestra esencia y existencia!; ¡qué bueno sería poseerlo en nuestra conciencia!, y que, así como ya lo hace en lo mayúsculo y en lo diminuto, rigiera también en la dimensión humana, en la dimensión individual, para realizar la armonía perfecta de mayúsculo, propio y diminuto; presente, pasado y porvenir; material, humano y animal; armonía que resuena con sus ecos por todos los espacios y rincones de la Creación.
Lo bueno de comprender esta realidad no estriba en el pequeño orgullo materialista que sacia un afán acumulativo, en este caso intelectual. No. El verdadero valor de comprender esta realidad es que primero, es una evidencia del conocimiento, una consecuente aceptación tácita de esa realidad, y su siguiente estadío es la confianza que funda la comprensión. ¿Podemos imaginar nuestro desempeño superior si se basara en la confianza?
Andar por la vida con la seguridad que da conocer uno la estirpe de la que desciende y la seguridad de las herencias que a uno le constituyen sus antecedentes. El aplomo en el conducirse, la atingencia en las decisiones y los actos, la serena alegría que produce el saberse ser una parte buena de un todo mayor y mayormente bueno.
Todo esto, que ya es así, sería aún más bueno si siendo así fuera consciente de serlo y deliberado al llevarse a cabo, en una clara muestra de que la libertad, precioso y hermético tesoro recibido, se realiza en nuestra individual existencia integrando a cada individuo en la cabal realización de la Creación entera.
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