Simplemente monstruoso
El pasado 22 de enero, 46 aniversario de la despenalización del aborto en Estados Unidos, se firmó en Nueva York una brutal ley que permite el aborto prácticamente hasta el nacimiento. Los detalles de la ley lo dejan a uno estupefacto: si fracasa el aborto y el niño vive, debe dejársele morir. Se elimina además cualquier responsabilidad o pena para los médicos por cualquier aborto producido, aunque no sea voluntario o sea producto de negligencia. Tampoco deberán responder ante un tribunal en el eventual caso de que la madre muera. Nadie tiene que dar cuentas de nada a nadie si un niño o su madre mueren hasta el momento mismo del nacimiento y, reitero, si fracasa el procedimiento de aborto y el niño vive, la ley obliga a dejarlo morir, prohíbe auxiliarlo. Lo más doloroso es, quizá, la cínica sonrisa de los firmantes de la ley, la algarabía toda de la sala en donde se firmó y la obscena celebraci&o
No cabe sino calificar como una auténtica “orgía de muerte” tal supuesta “ley” que atenta a la justicia más elemental, al principio ético básico de la humanidad: “no le hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. Es comprensible que, en el delicado tema del aborto, nos enfrentamos con frecuencia a un dramático conflicto de derechos: el derecho del niño a vivir y el de la madre a decidir sobre su cuerpo. Conflicto que se agrava, por ejemplo, si la madre es menor de edad o el niño fue producto de una violación. La perspectiva más humana, sin desconocer el sufrimiento de la mujer, busca salvar la vida del niño o la niña que viene en camino, pues el derecho a la vida se considera primario y base de todos los demás derechos. Además, es evidente que la única parte totalmente inocente en la cuestión es el niño o niña que está en camino. El único o la única que no ha hecho nada malo.
La perspectiva que busca salvaguardar la dignidad humana, o sencillamente que esa palabra “dignidad” signifique algo, intenta salvar las dos vidas. Sabe que el aborto, por ejemplo, no “des-viola” a la mujer y que añade, al trauma de la violación, el del aborto. Se permite así una cierta impunidad sobre el violador, y en general se despoja de responsabilidad a cualquiera que embarace a una mujer. La perspectiva científica reconoce que, tanto el niño como el feto o el embrión, son individuos vivos de la especie humana. Nadie lo puede poner en duda y, de hecho, implícitamente se funciona con estas premisas al comercializar las partes de los fetos abortados, o al investigar con células madre embrionarias. Aquello está vivo y es de la especie humana, si no se protege, la dignidad de la persona se vuelve un vocablo con el que podemos llenarnos los labios, pero que está vacío de sentido, y vale menos que un fuerte capital económico o el capricho veleidoso de un adolescente.
Por lo anterior, el discurso abortista solía ser moderado: “el aborto es una realidad indeseable, nadie lo quiere, pero resulta ineludible si queremos salvaguardar la libertad de la mujer”. Se consideraba una “solución extrema” no deseable en principio, dolorosa para la mujer, su familia y la sociedad. El aborto, a final de cuentas, debería despenalizarse (que no legitimarse), para no criminalizar a una mujer que, quizá tiene un grado de inmadurez por ser adolescente, por ejemplo, y para evitar los abortos clandestinos, que atentan contra la vida de la mujer. En realidad, se trataría de un asunto de salud pública y de una responsabilidad del estado ante algo que no puede evitar, como sería la prostitución. El aborto se veía entonces como una solución extrema, indeseable, que salvaguarda la capacidad de decidir de la mujer y que previene peores consecuencias sanitarias, al evitar la eventual muerte de la madre junto con la del hijo. También por eso se ponía un límite para practicarlo en el desarrollo del embarazo, intentando evitar que el feto sufra dolor, por estar ya formado su cerebro y su sistema nervioso. Otra cosa sería una crueldad inhumana.
Pero lo que vemos ahora en Nueva York es otra cosa: la fiesta por el desprecio de la vida, la exaltación de la voluntad individualista y del capricho que puede determinar hasta el último momento quién puede vivir y quién no, la euforia y el vértigo del desprecio a la vida y su dignidad, que nada valen ante la decisión arbitraria de matar. El desamparo de la vida que, ni siquiera fuera del seno materno, puede ser socorrida, en fin, el réquiem por la humanidad. Que en la cuna de la democracia moderna y en la punta de la civilización se legitime este holocausto, convirtiéndose en un “derecho fundamental”, no puede sino calificarse de aberración monstruosa. En el ápice de la civilización “el hombre se vuelve lobo del hombre”.
P. Mario Arroyo
p.marioa@gmail.com
Doctor en Filosofía