Rescatar el Espíritu Olímpico
Rescatar el Espíritu Olímpico, escribe P. Mario Arroyo en #PensarEnCristiano
San Pablo conoció el espíritu olímpico, y se sirvió de él para transmitir el mensaje cristiano. Nos dice en la Primera Epístola a los Corintios: “¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, más uno solo recibe el premio? ¡Corred de tal manera que lo consigáis!” (1 Cor 9, 24). ¿No encontramos ahí un eco de aquel altius fortius citius (más alto, más fuerte, más rápido) propio de las Olimpiadas? No es descabellado pensar que San Pablo haya tenido presente el espíritu olímpico original, pues en su época todavía se desarrollaban estos certámenes en Olimpia, Grecia.
En realidad, el espíritu deportivo es un componente esencial de la vida, pues nos impulsa a no desanimarnos, a seguir intentándolo una y otra vez, a superar nuestras propias metas. Dicha actitud es fundamental en la vida cristiana y por ello la menciona San Pablo. Las Olimpiadas nos ofrecen una buena ocasión para reflexionar sobre el carácter deportivo, podríamos llamarle, de la existencia humana. En efecto, se puede ver la vida, como una continua carrera, en donde debemos sortear obstáculos, y aprender a ganar, pero también a perder y a competir. Por todo lo anterior, podríamos decir que las Olimpiadas son una especie de metáfora de la vida, donde vemos compitiendo a los atletas de más alto rendimiento, en un clima de compañerismo y respeto.
Por ello no debemos permitir que se conviertan los Juegos Olímpicos en comidilla de pequeños escándalos. No sería justo desviar la atención de lo esencial: el ímprobo esfuerzo realizado por tantos atletas, para quedarnos con chismes de lavadero o anécdotas menos edificantes de algunos de los contendientes. Cuando el centro de la atención no son las competencias, sino si el equipo de softball mexicano tiró a la basura sus uniformes, o si determinada atleta no se considera psíquicamente estable para competir (Simone Biles), o si determinado entrenador hizo un comentario racista (Patrick Moster), estamos dándole un protagonismo inmerecido a elementos secundarios. Convertimos el escándalo en protagonista, olvidando el gran esfuerzo que hacen la mayoría de los contendientes.
El peligro está ahí: convertir una realidad edificante, como pueden ser las competencias olímpicas, en un reality show pleno de escándalos baratos. Dicha actitud no suma, sino que, por el contrario, contribuye a construir una imagen pesimista y negativa del hombre. Muchas veces los medios se aprovechan de esa inclinación al morbo, propia de los bajos fondos de la naturaleza humana, y cuando cede a esta tentación, le hace un flaco favor a la sociedad. Por contrapartida podría, en cambio, poner la lente de aumento en tantas historias de superación, tantos ejemplos de vida que nos ofrecen los deportistas. Se trataría, simplemente de elegir otro lente, un ángulo diverso para cubrir la misma realidad. Si consiguen hacerlo, es decir, desprenderse de la inclinación al escándalo, pueden realizar un importante papel humano y educativo en el seno de la sociedad, mostrando cómo la lucha y el esfuerzo alcanzan su recompensa.
En efecto, todos sabemos que, para muchos atletas, el sólo hecho de haber calificado a las Olimpiadas, ya es una ganancia. Ya supone formar parte del selecto grupo de los mejores deportistas del mundo. ¿Cómo han llegado ahí? Es siempre interesante y muchas veces edificante saberlo. Quizá sea la pista que debieran privilegiar los medios de comunicación.
Por otra parte, el mensaje que transmiten las Olimpiadas empata bastante bien con el ideal cristiano de unidad y de paz. Podemos competir -jugar, al fin y al cabo- con hermanos nuestros de otros países y rescatar un ideal de unidad en la diferencia. El lenguaje de la competencia y del deporte suprime la babel de los diferentes idiomas y las distintas culturas. Por ello es necesario rescatar y promover el auténtico espíritu olímpico, como una especie de ensayo en la forma de relacionarnos entre las personas y entre los países. En este sentido, también empata bastante el espíritu olímpico con el ideal cristiano, no en vano el Barón de Coubertin tomó el lema olímpico del P. Henri Didon O.P., y desde siempre el deporte ha formado una parte importante de la pedagogía y la espiritualidad católicas, prácticamente desde San Pablo.