Desprendimiento
Desprendimiento, escribe P. Mario Arroyo en #PensarEnCristiano
Vivimos en medio de una paradoja, cada vez tenemos más cosas, pero somos menos felices. ¿Cómo puedo estar seguro de que ha decrecido la felicidad? Basta ver la tasa de suicidios, el aumento
de trastornos psiquiátricos, la proliferación de terapias alternativas para sentirse bien y controlar el estrés. Como sociedad algo estamos haciendo mal, estamos mandando la señal equivocada y es preciso reaccionar, si no queremos seguir produciendo generaciones de infelices, que proyectan su amargura al exterior, haciendo más inhabitable el ambiente.
¿Dónde está el error? Pienso que una componente importante viene de habernos dejado seducir por la tentación del consumismo. La sociedad está estructurada de tal forma que no ve personas, ve consumidores potenciales. Cada uno de nosotros se ha vuelto una marca, a través de las redes sociales, y cada uno es un objetivo de mercado.
Entrar en la lógica de la sociedad significa asumir ambos roles, pero al hacerlo, entramos en una espiral que no tiene fondo, donde no somos tratados como personas y donde no alcanzamos la felicidad personal.
El problema es que somos inducidos a participar en esta especie de juego macabro desde muy jóvenes, antes de tener criterio y experiencia de la vida. Se tiene prisa por entrar en el juego, con el prurito de ser parte de la sociedad, de no sentirse excluido, de no ser un paria asocial. Ahora bien, el mundo está estructurado de esta forma, no podemos cambiarlo, tenemos que aceptar las reglas del juego, nos gusten o no, ¿qué se puede hacer?
La clave está en una educación para el desprendimiento, y en formar un sano sentido crítico sobre cómo está estructurada la sociedad. Es decir, no se trata de una denuncia global, ni de abandonar el sistema, sino de generar los anticuerpos necesarios para evitar que nos arrastre o nos seduzca. Para ello es fundamental una labor de educación, que comience desde el principio, desde que el niño tiene señales de conciencia, en la que poco a poco se le vaya vacunando contra el consumismo imperante.
A veces puede preocupar, porque nos enfrentamos a una desgastante secuencia de noes, que puede agotar a las dos partes. Corremos el riesgo real de convertir en odioso lo bueno. Sería así, si no hubiera una propuesta alternativa. No se trata de sólo decir “no”; se precisa, por el contrario, saber decir que sí a otras propuestas alternativas que se muestren más atractivas. Y, saberlo hacer con gracia, mostrando el orgullo de ser diferentes, creativos, originales, especiales. El santo orgullo de no ser una réplica más, otro más del montón.
¿Cómo? Mostrando el atractivo de los placeres sencillos. El aprender habilidades manuales –un instrumento, un deporte, la lectura-, el invertir el tiempo en convivir, conversar, actividades al aire libre, salir al campo, interactuar con animales. Penalizar, con sentido del humor, el uso excesivo de las pantallas, del iPhone o iPad; el saber establecer reglas de funcionamiento: no en la comida, no en la sobremesa.
El redescubrir el arte de conversar, quizá al calor de un café, una chimenea, o a la luz de las estrellas. El placer de ir de campamento, de hacer una fogata, etcétera. Pero, sobre todo, la sensibilidad por los que menos tienen, pinchar abruptamente la burbuja en la que a veces nos instalamos. Mostrar cómo mucha gente se sacrifica hasta el extremo por conseguir lo indispensable, de forma que
choque en la conciencia, por contraste, el afán insano que muchas veces tenemos por lo superfluo. El enfrentar, cara a cara, el rostro del necesitado.
Ayudar a una persona que pide limosna en la calle, conversar con ella, interesarnos por su vida, invitarle un café, un pan, o a comer. Visitar un asilo, o albergue para niños discapacitados, hacer labor social familiar. En fin, las posibilidades son muchas, pero hacerlo, porque así se descubre el valor real de las cosas, y se toma conciencia de que no todos las poseen, y de que eso es injusto.
Descubrir los placeres sencillos de la vida, la convivencia familiar, las actividades al aire libre, y el tomar contacto con la gente necesitada, pueden desarrollar un sano sentido crítico respecto del ambiente consumista y superficial en el que el sistema quiere meternos. Cultivarlos nos independiza de ese ciclo, nos devuelve nuestra dignidad de personas libres, nos muestra el camino de la auténtica felicidad.