Descanso

Descanso, escribe P. Mario Arroyo en #PensarEnCristiano

La actividad febril de nuestra vida puede dificultarnos descansar. El prurito de hacer, producir, el culto a la eficacia, la necesidad de generar resultados… A ello se añade el hecho de que no es fácil descansar o, por lo menos, no podemos dar por descontado que sabemos hacerlo. Mucha gente no sabe descansar, o plantea sus planes de descanso en forma tal, que finalmente resultan agotadores por intensos, dándose la paradoja de que frecuentemente nos encontramos en la tesitura de necesitar descansar de nuestro “descanso”.

Desde una perspectiva judeocristiana, el descanso es querido por Dios. Es un mandamiento -santificar las fiestas-; le agrada a Dios que descansemos. De hecho, con frecuencia, en el evangelio se repite la escena de que Jesús lleva a sus discípulos a un lugar apartado para descansar después de su extenuante actividad apostólica.

Jesús mismo se retira en ocasiones a un lugar apartado para estar a solas con su Padre Dios. Según el evangelio, no siempre fue posible ese descanso, pues a veces las multitudes los seguían y Él se conmovía porque las veía “como ovejas que no tienen pastor”, y comenzaba a enseñarles muchas cosas. Pero lo intentaba.

La perfección de lo humano es lo cristiano, debido a que Jesús es perfecto hombre y perfecto Dios, modelo acabado de toda perfección humana. A Él debemos mirar si queremos alcanzar la auténtica plenitud humana y no conformarnos con sucedáneos superficiales de moda.

Y Jesús descansó, y puso los medios para que sus discípulos lo hicieran; podemos, en consecuencia, poner los medios e intentar imitarlo: aprender a descansar. La plenitud humana requiere del descanso. También así cultivamos una virtud fundamental: la humildad; el reconocimiento llano y sincero  de que no somos superhombres, ni somos máquinas; somos humanos frágiles que necesitan rehacerse periódicamente.

El descanso del espíritu está muy unido a la contemplación. La capacidad de maravillarse con la vida, la naturaleza, los detalles. Hay una contemplación humana que es preludio de la

sobrenatural; el Papa lo acaba de señalar en sus catequesis de los miércoles.

Es necesario cultivar la primera, patrimonio común de todos los hombres, independientemente de su religión  o ausencia de ella, para poder dar paso a la segunda, la cual requiere siempre el don de la fe. Muchas veces esa contemplación natural se vuelve preámbulo de la fe para hombres con una sincera apertura espiritual; con actitud abierta hacia la verdad, se encuentre donde se encuentre.

Pero esa primera contemplación tiene como requisito el recogimiento de los sentidos, externos e internos -imaginación, memoria-, la paz del alma. Sólo así se tiene la mirada serena, la actitud  conveniente, para poder maravillarse con la vida y el mundo. La oración mental habitual es un buen medio para conseguir la paz del alma, la serenidad de espíritu, condiciones para acceder a una contemplación, que a través de escalones nos lleve del mundo hacia Dios.

En Dios encontramos el descanso de nuestro espíritu, la serenidad de nuestras angustias, lo que se llama “el santo abandono”. El ponerlo todo en manos de Dios, dejar nuestras angustias

e inquietudes en Sus Manos, sabiendo que son las mejores Manos. “Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado, lo presente, lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno” (San Josemaría).

El descanso  profundo tiene algo de don del Espíritu, pues es la paz del alma, el sosiego interior que Dios quiere concedernos para que nos rehagamos.

Hay distintos tipos de contemplación. Una, la habitual, compatible con el fragor de la calle, con la intensidad de actividades. Hacerlo todo metidos en Dios, con Dios en el alma mientras  externamente lo damos todo.

Pero para que esa contemplación sea posible, se requieren espacios de silencio, de soledad acompañada, de un saber distanciarse prudentemente de las actividades habituales para repesar las cosas; verlas desde una cierta distancia, con perspectiva. Para recuperar la capacidad de maravillarnos con lo pequeño: con una flor, un atardecer, un paisaje, una sonrisa o nuestra propia vida.

Esto último requiere descanso, no solo del cuerpo, sino también del alma. No implica “hacer cosas”, sino saber estar, darse cuenta y contemplar. Démonos la oportunidad de descansar; luchemos para que todos puedan darse este espacio vital.