Ancianos y millennials
Todos nosotros hemos tenido abuelos y es probable que convivamos con personas ancianas. ¿Qué papel despliegan en nuestras vidas?, ¿qué valor otorgamos a sus vidas?, ¿qué riqueza y oportunidad esconde su existencia? El Papa Francisco se ha tomado muy a pecho rescatar la figura del anciano, del abuelo, defendiéndola de lo que expresivamente llama “cultura del descarte”. Y es que, efectivamente, pareciera que en la cultura contemporánea no hay lugar para ellos, más incluso, es como si estorbaran e hiciera falta alguien con el valor y la audacia suficientes para reclamar su eliminación. Si bien todavía no llegamos a tanto, con frecuencia podemos excluirlos o, simplemente, darles la espalda. ¿Es lo correcto? ¿No estoy cometiendo una tremenda injusticia y dejando pasar una maravillosa oportunidad si lo hago?
La presente reflexión surge del contacto directo con los ancianos. He tenido la fortuna de vivir, puerta a puerta durante varios años, con uno de noventa años. Me ha tocado acompañar a varios en la recta final de su vida, y acabo de disfrutar de la maravillosa compañía de uno, que estos días cumple 94 primaveras. Reflexionando un poco sobre estos hechos, he caído en la cuenta de lo muchísimo que me han aportado, de lo que he aprendido, de lo que me han humanizado. Ellos casi no se daban cuenta, al contrario, solían estar agradecidos por algún sencillo servicio material que les prestaba, sin apercibirse del inmenso servicio espiritual que me aportaban, muchas veces reviviendo, literalmente, a mi alma que parecía muerta. Las pocas cosas en las que podía serles de utilidad colmaban de contenido la trama de unos días vacíos.
Ahora bien, la aportación invaluable que daban a mi vida, muy bien puede ser una enseñanza valida y perenne para la sociedad. Lo que individualmente me beneficia, puede también ser una valiosa aportación sobre el sentido de la vida y el reconocimiento de lo auténticamente humano, en una sociedad desbocada que ha perdido su brújula moral, caminando alegremente por la vía del nihilismo. La sociedad competitiva a ultranza, de la eficacia, de la apariencia, del culto al vigor físico y a la belleza superficial, del individualismo salvaje, nada tiene que decirle ni aportar a un anciano. Lo rechaza como a un cuerpo extraño, lo ignora, lo esconde en la nebulosa de lo que aparentemente no existe. Quizá se deba a que su sola presencia desmiente los postulados básicos sobre los que se edifica, muestra lo falaz de sus fines, pone en evidencia que, en realidad, se trata de una inhumana cultura construida por humanos.
El sentido de la vida, el valor inconmensurable de la misma, el descubrimiento de lo auténticamente humano son algunas de las cosas que, como por ósmosis, transmite el contacto cercano y habitual con un anciano. No es solo la extraordinaria ayuda que supone su sola presencia, como memoria viva, para saber quiénes somos, de dónde venimos, para así proyectarnos, de modo realista y con los pies en el suelo, a un futuro esperanzador. No es sólo el valor de su experiencia, que nos ayuda a no cometer los mismos errores o aprender de las oportunidades, confrontado nuestras proyecciones ideales con la agreste realidad. Es también, su ritmo vital, su forma de vida, su sola presencia la que nos impulsa a meditar, a cuestionarnos, a valorar…
Recientemente he tenido la fortuna de convivir estrechamente con el feliz anciano que estos días cumple 94 años. Subrayo lo de feliz, pues también es cierto que alguien puede sumirse en la amargura al llegar a la vejez y volverse un “viejo cascarrabias”. Tampoco se puede idealizar al anciano por ser anciano, pues los hay de todos los tipos, como existen personas de todo género, no siempre edificantes. Pero nada más maravilloso que un anciano feliz, alegre, optimista, pues su sola presencia grita que la vida vale la pena y es bella.
Tanto este anciano de 94, como el otro de 90 con el que conviví largo tiempo, tienen esta característica fundamental: su carácter positivo, animante, el disfrutar con las historias y las vidas de los demás, sin darle importancia a las limitaciones propias. Quizá hago trampa, pues pienso que ambos no solo son ancianos, sino también santos, y por ello transpiran alegría y deseos de vivir en medio de sus lógicas limitaciones.
Pero, volviendo al de 94, con su paso lento, sosegado; con sus limitaciones: casi no ve, casi no oye; con su empeño en participar de la vida y el esfuerzo de los demás por integrarlo y hacerlo partícipe, transmitía una sabiduría invaluable: Los ritmos de la vida, la paciencia, el valor de la espera, la felicidad en medio de la limitación. Eso nadie te lo enseña ahora, solo los ancianos buenos, si los sabes observar y acompañar; por eso es imprescindible redescubrir este tesoro y transmitirlo a millennials y generación Z, para que no equivoquen su camino en la vida, pues tenemos solo una.
P. Mario Arroyo
Doctor en Filosofía