Nuestras diversiones

El concepto de diversión entre nosotros es el que asegura que a más atosigamiento, más felices somos. Los políticos suponen que nos encanta vernos invadidos de publicidad en la que hablan de las maravillas que han hecho o hacen promesas de las maravillas que van a hacer si los elegimos, y dan por hecho que vemos y oímos esos anuncios y que nos pueden convencer.

Los gobernantes suponen que nos encantan los espectáculos carísimos (desde recibir al Papa hasta presentar en plaza pública a un cantante) y que consideraremos entonces que Silvano Aureoles en Michoacán o Graco Ramírez en Morelos u Omar Fayad en Hidalgo son excelentes gobernantes.

Los vendedores suponen que si ponen música a todo volumen en los puestos callejeros o en el Metro, los usuarios seremos felices y sacaremos el dinero.
Pero un lugar insospechado de diversión ha surgido nada menos que de los bancos. Esta es la historia: usted está en su casa y suena el teléfono. Una voz pregunta por una persona a la que usted no conoce y cuyo nombre jamás ha escuchado. Amablemente usted informa de esto a la persona al otro lado de la línea, quien de todos modos insiste en que se le proporcione la información solicitada.

La llamada se repite varias veces al día y la conversación es siempre la misma.

Conforme pasan los días, la cantidad de llamadas aumenta pero también la agresividad de quien pretende que, diga usted lo que diga, debe darle la información que le solicita.

Poco después las llamadas dejan de hacerlas personas, sino que es una grabación que afirma que la dicha persona a la que se busca debe una cantidad al banco y debe pagarla inmediatamente. Días después agrega amenazas sobre las medidas drásticas que se tomarán para cobrar la deuda.

Y por fin, las llamadas empiezan a ser muy temprano por la mañana y se prolongan hasta bien entrada la noche.

Desesperado, usted se comunica al número que han dejado y le explica a quien responde que no conoce a esa persona y pide que cesen las llamadas. Pero la persona al otro lado de la línea le dice que ellos son un despacho de abogados contratado para perseguir al deudor y no puede detener esto hasta que la deuda se pague.

Entonces usted pide permiso en su trabajo, va al banco en cuestión, explica la situación y hace lo mismo a través de una línea telefónica especial para esos casos.
Dos semanas después usted se percata que de nada ha servido su esfuerzo, las llamadas siguen.

Decide entonces no volver a contestar el teléfono. Se lo avisa a sus familiares, amigos y compañeros de trabajo y por las noches, de plano, desconecta el aparato, con toda la angustia que da el quedarse desconectado del mundo.

Eso parece funcionar. Dos semanas después, las llamadas disminuyen y por fin cesan por completo. Usted primero se pone muy contento porque triunfó la justicia, pero se da cuenta también de que ya se había acostumbrado a esa persecución y que incluso la extraña porque era una manera estupenda de poner en práctica sus capacidades argumentativas para convencer a los que llamaban del error que estaban cometiendo y perorar sobre lo malvados que son los bancos y la importancia de ser justo con la gente buena como usted, pero también y sobre todo, porque le servía para sacar ese enojo con el que todos vivimos en estos tiempos, pues a quienes llamaban les podía colgar sin mayor trámite, gritar e insultar sin la mínima culpa porque no los conoce y porque ellos eran los malos de la película y usted la víctima.

El extrañamiento de esa diversión llega a ser tal que ya solo falta que usted llame a pedirles que lo vuelvan a perseguir. Y lo empieza a considerar seriamente cuando un día, a las 7.10 de la mañana, suena el teléfono y aliviado, usted vuelve a empezar el juego. El mundo recupera su equilibrio. Usted se da cuenta, una vez más, de que no hay nada que hacer para salvarse ni de los bancos ni de los políticos y mejor conviene tomarlo como diversión.

Escritora e investigadora en la UNAM.

TAGS: